DULCE DELITO
Alfonso José Prado Rey | DEVA PRADA

Cuando la autoridad se personó, el delito ya se había consumado. Los indicios del que parecía un premeditado robo transcendían los límites materiales del almacén familiar de los López para extenderse –en forma de pruebas– por la encimera de mármol de la cocina y los cojines del sofá del salón. La perspicacia derivada de la veteranía, junto a un agudizado sentido del olfato en aquellos casos, fue lo que impulsó a la investigadora a requerir la presencia de los habitantes de la casa en calidad de sospechosos. Inés –ocho años, gafas de montura rosa, semblante preocupado– declaró no saber nada de lo sucedido, mientras jugaba nerviosa con su pelo, mirando al techo. Adrián –adolescente, expresión pasiva, ojos inyectados de taurina–, negó haber acudido a la despensa, argumentando la pereza de tener que abandonar la Play, salir de su cuarto y bajar los dieciséis escalones que separaban ambas estancias. Pensativa, miró intimidante de arriba abajo a los muchachos, hasta recaer en el Señor López. Éste, con un gesto sutil, automático y espontáneamente pueril, se pasó la lengua por la comisura de los labios, donde reposaba un resto negruzco. Fue entonces cuando la Señora López supo que era su marido quien se comía a escondidas la crema de chocolate.