Inspiró profundamente, se limpió una gota de sudor que había empezado a resbalar por su frente y encendió otro cigarro para dejarlo consumirse en el cenicero que había junto a ella. A su alrededor decenas de papeles cubrían la moqueta de aquel deprimente lugar de olor acre y cortinas marrones. Alicja odiaba las cortinas marrones. Le provocaban una intensa sensación de angustia.
Era Alicja otra vez. Ya no era la inspectora Rivas, jefa del grupo II de homicidios de la Jefatura Superior de la Policía Nacional. Ahora estaba escondida en aquel antro que le había conseguido Cuevas, sepultada por los papeles del informe policial que había robado. Un delito más a sus espaldas. El otro era el que la había llevado hasta allí: la sospechosa desaparición, con indicios de homicidio, de Sergio Combarros. Según detallaba el informe que tenía delante, ella era la principal sospechosa. En el escenario de la desaparición habían encontrado restos de su ADN. Material genético compatible 99,7% con el de la inspectora Alicja Rivas, profesora del desaparecido en el curso sobre perfiles criminológicos que había impartido en Noia. Allí estaba la oportunidad. Sus compañeros de homicidios no tenían mucho más, pero esos restos de ADN constituían una prueba vehemente. El resto se descubriría al detenerla.
Pero no se iba a dejar detener. No había cometido ningún crimen. Sí, había hablado con Combarros al finalizar la ponencia. Habían tomado un café. Había ido a su hotel con la intención de prestarle unos libros, y quizá con alguna otra, pero antes de subir se había arrepentido.
Y ahora estaba de mierda hasta el cuello. Esa misma noche Combarros había desaparecido, y se le suponía maltrecho o muerto dada la cantidad de sangre encontrada en su habitación. Y todos los hilos de los que la policía había podido tirar llevaban hasta ella. La habían visto con la víctima y también entrando en el hotel. Y luego estaba el ADN.
Había reproducido en su cabeza cada paso dado aquella tarde, había leído el informe una y otra vez, y seguía sin comprender quién ni cómo le había tendido aquella trampa.
La puerta sonó y se levantó esperando ver a Cuevas, su proveedor de alimentos y tabaco. Al abrir su corazón se detuvo. Creyó estar delante de un espejo devolviéndole su imagen de la mano de Combarros.
—Dzien dobry, hermana— dijo el espejo.
Sintió que todo se desvanecía a su alrededor, y mientras caía al suelo un alud de recuerdos la inundó. Polonia, los ojos de Agnieszka, idénticos a los suyos, suplicando que no la abandonasen en aquel lugar de cortinas marrones. Solo puedo llevarme a una, lloraba su madre. Y después el tiempo había borrado a Agnieszka. En aquel horrible lugar de cortinas marrones. Y lo entendió todo. Agniezka, su gemela. Eran la cara y la cruz de una misma moneda. La suerte y la desgracia. Combarros no era la víctima, sino cómplice de aquella farsa. Agniezska había venido a por su venganza, y por su sonrisa, la estaba saboreando con gusto.