EL ALCATRAZ
Ana Gil Trigo | Astra

Es lunes y son las diez de la mañana. El día está despejado y entra por la ría una brisa desagradable. A lo lejos se escuchan motos; por culpa de la niebla el sonido viaja más rápido que los propios corredores. La playa está vacía, un par de cubos pequeños y una sandalia morada del número veintinueve aparecen en la arena semienterrados. En el lado izquierdo de la playa se amontonan unas rocas. Parece como si las motos viniesen de allí.

El sonido del mar desaparece por completo y las motos suenan cada vez más cerca. Poco a poco la arena de la zona se torna oscura, de un tono verde oliva. Una pequeña elevación interrumpe la geografía del lugar. Entre la arena, un revoltijo de plumas, pico y patas, componen una suave montaña. El cuerpo de un joven alcatraz yace descompuesto sobre la arena. Sobre él las moscas se pelean por alcanzar algún trozo de carne pútrida. Las patas negras del animal están entrelazadas entre las últimas plumas, también negras, de sus alas. Parece que en la arena hay unas pequeñas marcas, como si todavía hubiera peleado por levantarse después de muerto. A medida que se acercan a la zona de la cabeza, los cálamos se separan por la humedad y la tonalidad del plumaje se torna amarillenta. Se puede decir que el pájaro está despeinado, como un cantante de K-pop coreano. Por debajo de ese flequillo, sobresale un pico de unos quince centímetros azul, pálido y frío como el mármol. Está apoyado ligeramente sobre la arena y entreabierto, como si todavía pudiera respirar. Entre todo ese batiburrillo de estilos, los ojos apenas se perciben, pero están abiertos; fijos en una dirección. Con la pupila profunda y pequeña señalando a algún lugar más allá de las rocas.

En esa zona de la playa hay un poco menos de luz, es por eso que el cuerpo blanco del Alcatraz brilla con una extraña fantasmagoría a esas horas de la mañana. Y así inmóvil y aparentemente víctima de un temporal de William Turner, yace el desafortunado animal.

Pero de pronto decenas de moscas se detienen en silencio. El Alcatraz abre un poco el pico, pero no coge aire. La boca se ensancha cada vez más. Su lengua negra y blanda se retuerce como un señuelo de pesca. Poco a poco se va desfigurando y después de siete largos minutos, el Alcatraz ya no parece un ave.

El silencio es sepulcral excepto por un pequeño murmuro que sale del pecho del animal; suena como una marimba, como si alguien deslizase una baqueta de madera por sus costillas. Unas pinzas negras se abren paso entre el pico del Alcatraz. Poco a poco sobresalen las antenas, luego unos pequeños ojos negros. Una langosta de unos veinte centímetros aparta con sus patitas el emplumado exoesqueleto, como si de una muda se tratase. Durante unos minutos, extenuado y todavía blando, el crustáceo palpita como un recién nacido.