El analista
Joaquín Argüello Urroz | Aureliano Ferré

—Ya está. Usted la ha matado.
Gerard Dupin cerró la ventana de golpe. El hombre se sobresaltó como si regresara bruscamente de muy lejos.
—¿T-tiene frío?—tartamudeó.
—No tengo. Se me va a enfriar el café—. Se sentó frente al hombre y le dijo nuevamente— Adelante, dígalo de una vez, no tenemos todo el día.
El hombre fue el primero en desviar la mirada. Sus ojos, clavados en el espacio vacío de la habitación, impacientaban a Dupin. Se arrellanó en la silla y tiró de las solapas del gabán, que le quedaba ajustado. Sus movimientos eran bruscos, pretendiendo con cada uno de ellos llamar la atención del otro y sacarlo de su idiotez.
—Ya… ya está. Por favor, no hace falta seguirle dando vueltas al asunto—dijo ahora con los ojos visiblemente humedecidos.
—No se haga el tonto. Repita. Cuénteme nuevamente la historia, que así tendrá que contársela al juez.
Pero el hombre se empecinaba en mantener sellada la boca. Dupin entonces se paró. «Una vez más», dijo, ya en el colmo del fastidio, «le ayudo a repetir sus palabras», y retomó la trayectoria circular que tantas veces había hecho por la habitación. «A las dos de la mañana ya pasadas me encaminé de vuelta a casa, venía muerto, agotado, agotado hasta el delirio, recuerde. Fue una jornada intensa, eterna, en… ¿en dónde?». «En… en el almacén». «En el almacén. En lo que me adentro cada vez más en las calles del vecindario las luces se aquietan. Me encuentro incapaz de acelerar el paso por temor a caer desplomado, ¿voy bien? Con pasos de autómata, demente, así iba. No me mire así, son sus palabras. En eso, una mujer. No sé qué sentí en ese instante, pero fue como si un perro impaciente, rabioso, al borde de la inanición, ladrara desde mi propio pecho. Es usted muy audaz en descripciones, casi diría lírico. La mujer se detiene ante un portal. El 27 de la rue Riquet. Usted continúa. Se queda inmóvil, a sus espaldas. El perro da el zarpazo. Bueno, está demás continuar, ya se sabe el resto». El hombre ahora, con la cara metida entre las rodillas, parece ahogarse en su llanto.
—No sé qué me pasó. No quise hacerlo. Lo siento tanto—dice, entrecortada pero maquinalmente.
—“No sé qué me pasó”—asiente—, sí, es usted un hombre atroz, eso es lo que es.

Gerard Dupin encendía otro cigarrillo cuando sus colegas llegaron al lugar. Tras haberles indicado la habitación donde se hallaba el hombre lo apagó y se marchó dejando atrás los jaleos y el llanto. El analista, cuando se aburre de desenredar, halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en enredar. Llegó tranquilamente al 27 de la rue Riquet. Ascendió al quinto. En la puerta se confundió de llave un par de veces, pero entró. Se puso un vaso de coñac que llenó hasta el borde y se tiró a la cama llena de ropa interior femenina, toda sucia. «Pobre putita», suspiró, «no fue nada personal».