EL ÁNGEL DEL NILO
robert posada rosero | ROB

Caminaba por las calles oscuras sin rumbo. Avanzaba extraviado hacia el vacío con las manos en los bolsillos y la mente en negro, como aquellas estrechas callecitas empedradas que lo conducían por entre ese larguísimo túnel sin fin. Lucecitas titilantes de un color amarillento se abrieron ante sí dando un aspecto menos tétrico a su camino. Seguía desorientado avanzando hacia la nada, doblaba a izquierda o derecha como un autómata mientras la noche se alzaba sobre su existencia como un velo grisáceo que lo cubría todo.
De pronto lo vio ante sí. Tan blanco como el cielo, delgado como un haz de luz, hermoso como un ángel. Lo siguió intentando alcanzar su mano en tanto lo veía sonreír tímidamente con alegría. Sus dedos prácticamente se rozaban, pero no lograba llegar a él.
Continuaba sonriendo y su sonrisa lo arrastraba como el canto de las sirenas a Ulises intentando desviarlo de su camino durante su regreso a Ítaca. Fascinado e intrigado se esforzaba por descifrar que escondía debajo de aquella túnica blanca y ese rostro angelical. Cuando por fin tomó su mano, sus dedos huesudos le apretaron con tal fuerza que fue imposible soltarse y su voluntad toda se rindió, en ese instante solo deseaba que no lo soltara.
Su manta cayó y ahora corría cogido de la mano de un extraño de tenis, jean y camisa abierta que dejaba al descubierto su dorso. No sentía temor alguno, solo miraba esos ojos negros que guiaban su camino hacia lo desconocido y unos labios carnosos que invitaban a besarlo con frenesí. Sobre las piedras empezaron a emerger ráfagas de arena que golpeaban su rostro, nublando su visión. No veía nada, solo ese cuerpo al que se aferraba con toda su fuerza, arropado por un aura extraña mientras apretaba los párpados para evitar que las partículas de arena entraran a sus ojos mientras seguía escuchando su voz y su risa. Sus pupilas volvieron a dejar pasar la luz cuando la tormenta pasó, pero el laberinto de calles ya no estaba. Se vio de pie, solos en el desierto, ahora el calor exasperante del ambiente golpeaba con intensidad abrasadora su cara dejándolo sin aliento.
Extraviado permaneció erguido aferrado a su cuerpo. Le acarició suavemente la espalda con su nariz pegada al cuello sintiendo su aroma a mar y tierra. Quería recorrer cada centímetro de esa piel que se le ofrecía juguetona. Lo imaginó todo suyo. Sentía el roce de su cuerpo empapado, separados solo por las diminutas gotas de sudor que se escurrían entre los poros dejando surcos sobre la piel.
Así pasaron cuarenta días y cuarenta noches, escuchando solo esa voz que daba cuenta de las historias de un ángel del Nilo, que entre susurros, relato tras relato, lo tuvieron cautivo soñando con su cuerpo mientras los fuertes rayos del sol se colaban por entre las pirámides de Egipto hasta consumirlo, dejando sobre la arena solo un amasijo de huesos y piel que el desierto borró.