EL ARRAYÁN
Jorge J. Codina Ripoll | Array

Tiempo y memoria son los perfectos enemigos. Conforme el primero gana terreno, la segunda se va replegando. A veces, pocas, la memoria se atrinchera en algún rincón de nuestra mente y se hace fuerte, muy fuerte; y durante algunos instantes llega a frenar el tiempo, incluso a detenerlo.
Pero esta es una guerra amañada de antemano. En la batalla final, la que precede a la muerte, ambos contendientes son aniquilados: el tiempo se diluye en la eternidad oscura y la memoria se emborrona hasta el inmenso blanco.
La guerra entre mis padres también estuvo amañada. Mi padre ha sido de memoria interesadamente selectiva, de alta eficacia. Ha inventado tantas mentiras en su vida que ha llegado a insertarlas en la realidad. Es de esas personas que han logrado una tregua entre tiempo y memoria para que no se contradigan.
Mi madre, al contrario, sucumbía a la desmemoria a diario, hasta varias veces al día. Y una noche, a saber por qué, debió caer en la cuenta de que el tiempo estaba detenido y que los martes se repetían los viernes y los sábados caían en lunes cada semana.
Yo apenas sería una niñita de tres o cuatro años y mi hermano debía ser un bebé cuando —mi padre lo ha contado a menudo— mi madre se marchó. Asegura que hizo la maleta, llamó a un taxi a las dos de la mañana y, sin más, se largó. Es raro pues que, siendo tan pequeña, me acuerde. O será que lo he soñado tan repetidamente que creo recordarlo. El sueño, con frecuencia, es mercenario que se vende al tiempo o a la memoria, o a ambos. Y ahora, a mis doce años, no sé si sueño mis recuerdos o recuerdo mis sueños. Como mi padre, ya no sé lo que invento y lo que rememoro.
Lo cierto es que, cada noche, una mano que lleva el anillo de mi padre hunde hasta el mango un cuchillo en una garganta, a través de una bufanda que era de mi madre. Infalible y puntual, a los dos en punto —el móvil tiene el tiempo detenido hasta que despierto agitada y lo miro—.
Hace un par de noches, el teléfono marcaba la hora con un formato extraño —o lo soñé, o lo imaginé…— I 60. Cuando alguien respondió a la llamada, caí en la cuenta de que el dispositivo estaba cabeza abajo. Al enderezarlo, leí los dígitos que así se mostraban al derecho. Tuve entonces la sensación de despertar de nuevo.
En ocasiones, los recuerdos salen de la trinchera como un tropel, en cuanto el tiempo cede algo de terreno. Ayer encontraron los restos de mi madre en el jardín, donde les indiqué: bajo el arrayán. Mañana tendrán que esforzarse más. Todo lo que puedo decir es que, hasta hoy —tal vez porque papá no duerme en casa—, no me he acordado de que, cuando suelo despertarme de madrugada, sujeto entre mis manos las llaves de un Skoda unidas a un llavero de RadioTaxi.