Sangre en las paredes, en mis manos, en mi cara.
Rio, estalló en carcajadas al ver su cara pálida, con los ojos casi desorbitados, vacíos. Nunca me cansaría de aquel sentimiento de plenitud y euforia al escuchar sus gritos y súplicas.
Arrasto su débil cuerpo inerte por todo el piso, humillándole. Al principio no pensé que acabaría así nuestra relación. Y ahora la mala era yo, como siempre cuando discutimos aunque ahora no creo que lo hagamos muy seguido.
Limpie la casa de arriba abajo, sin dejar ningún hueco que contuviera ni un ápice de su plasma en la tarima. Horas después llegó mi momento favorito, mi último encuentro físico con él.
Lo bañé, lo peiné hasta lo perfumé, lo vestí con su traje más elegante y lo senté en el retrete mientras observaba cómo podía quitar aquella cara de susto, no quería que me mirará de esa forma tan terrorífica. Lo llevé hasta la planta de reciclaje más cercana y allí lo abandoné en mitad de la basura, donde permanecían sus demás compañeros y los amores de mi vida. Así estarían todos juntos y podía ir a verlos a todos y no perder el tiempo.
Nada más entrar en la oficina un olor a café inunda mis fosas nasales. Me siento y miro a Carlos, quién está atendiendo una llamada importante por las muecas de su cara. Cuelga el teléfono y se levanta a toda prisa y viene en mi búsqueda.
-Tenemos un caso.- Corto y conciso, me lo dijo con tono jovial como si no le afectará que alguien hubiera muerto.
Se parece a ti. Me recuerda mi conciencia.
Llegamos, ese, mi campo elíseo que yo había plantado, cuidado y amado. Y como una estrepitosa tormenta, destroza las bellas flores.
Los ví a todos: David, Matías, Lucas, Samuel, Marcos, Pablo, Hugo, Víctor, Guillermo, Leo, Ándres, Fabio, Iker, Manuel… Mis amados, todos estaban descubiertos.
Carlos se quedó atónito mientras yo disfrutaba de aquel paisaje tan único. Vinieron varios forenses, no paraban de hacer fotos e incluso me puso celosa pensar que alguien más vería a mis principes.
Les tomamos las huellas y los identificamos a cada uno, hablamos con familiares y ninguno sabía que les había sucedido. Ni problemas económicos, ni problemas con la política…
Todos compartían un factor común: yo.
Pasaron días, semanas, meses y nadie sabía quién pudo apuñalar más de cincuenta veces a cada víctima. Todos vestidos de etiqueta y con un aspecto impecable. Al no encontrar ningún culpable el caso acabó archivado en el desván de la comisaría.
Archivado como: El asesinato de etiqueta.