Llegué a pensar que, si no hubiera existido él, no habría habido asesinatos en nuestra pequeña ciudad en los últimos veinticinco años. Recuerdo que empezó con un hombre acuchillado en el salón de su propio domicilio. Mi compañero Ramírez y yo fuimos los encargados de investigarlo. Había una desesperante falta de pruebas, no encontramos nada que nos pudiera ayudar excepto una sola cosa: una caja de cerillas encima de la mesita auxiliar que se hallaba próxima al cadáver. Tenía capacidad para veinte pero en su interior solo había diecinueve.
No fuimos capaces de resolver ese asesinato y mi compañero se obsesionó con que la clave era esa cajita. Meses después, a orillas del río que cruzaba la ciudad, una chica que hacía deporte descubrió el cuerpo de un conocido borracho de una localidad cercana. Aparentemente ahogado. Pero algo desconcertó a todos los que nos trasladamos a investigar allí: una caja oculta entre la hojarasca con dieciocho fósforos en su interior.
Con el paso del tiempo, fuimos hallando más, cada una con un palito menos que la anterior. Los crímenes no seguían un patrón claro, dándose todo tipo de muertes: un joven con sobredosis y una aguja clavada en el brazo, una mujer que recibió una paliza de una violencia extrema o un minusválido en el suelo de su cuarto de baño, muerto de inanición. Ni siquiera las víctimas tenían relación entre ellas, salvo esos dos hermanos entre cuyos restos, extendidos a lo ancho de la vía del tren que se los llevó por delante, estaban los estuches con siete y seis cerillas respectivamente.
El resto de hipótesis evidentes como suicidios, violencia de género o simples accidentes eran desechadas en cuanto aparecía la misma prueba de siempre. Los medios de comunicación se apresuraron a divulgar la existencia de un asesino en serie en una capital de provincia que nunca salía en los informativos. Ramírez escribió un libro donde no decía absolutamente nada que no se supiera ya pero que fue un éxito de ventas que agotó varias ediciones por año. Cada vez que la noticia se enfriaba, aparecía un cadáver con un fósforo menos en su cartón correspondiente. Y cuando se supo la verdad, a algunos periodistas no les interesó tanto ya que resultó ser menos mediática de lo que prometía.
Después de descubrir la caja de tres cerillas, me di cuenta de que sí que había algo común en todos estos delitos: mi compañero y yo estábamos presentes en todas las investigaciones desde el principio. Fingí cogerme unos días de vacaciones y conseguí, moviendo algunos hilos, simular la escena de un crimen. Ramírez acudió solo a investigar y en menos de una hora recibí su llamada para decirme que había encontrado la caja con dos cerillas.
Al final, resultó que el misterio del “Asesino de las cerillas” era que no existía tal asesino. Quien sabe cuantos asesinos reales habían escapado por culpa de ese tarado de Ramírez.