El revuelo que se había instaurado en el Área Criminal de Barcelona por la detención del principal sospechoso, hizo que Manel Fonseca se sintiera muy atosigado. Él era el inspector de homicidios que estaba mando del conocido caso. Durante más de tres meses aquel perturbado tuvo en jaque a toda la unidad. En ese tiempo habían aparecido tres cajas en diferentes domicilios de la ciudad. Siempre el mismo modus operandi: primero desaparecía una niña, los familiares lo denunciaban y, a las cuarenta y ocho horas, recibían un misterioso paquete en cuyo interior estaba la cabeza de la menor.
Manel era un hombre introvertido y muy meticuloso en su trabajo. Odiaba ser el centro de atención, pero fue consciente de que había dado caza a un asesino atroz que había herido la sensibilidad de toda la ciudadanía. Las felicitaciones de sus compañeros y las palmaditas de sus cargos se le antojaban como bofetadas, porque no podía devolverle la vida a las tres pequeñas. A pesar de que su matrimonio había fracasado, Manel se desvivía por Lorena, su única hija de seis años. El hecho de que las víctimas tuvieran una edad similar, hizo que empatizara con los familiares dedicándose en cuerpo y alma a resolver el caso.
En todos los escenarios aparecía un embalaje de cartón sin etiquetar de unos cincuenta centímetros. Al abrirlo, la Policía Científica siempre hallaba un plástico de burbuja que protegía una bolsa transparente con una cabeza cercenada. Fue de tal magnitud el primer hallazgo, que Manel y Raúl Rojas, sargento y compañero, necesitaron vomitar al salir del domicilio. Los gritos de desolación de los padres se repetían en su mente. Manel no pudo dormir tranquilo ninguna noche, preguntándose qué clase de monstruo era capar de cometer aquella salvajada.
Los informes científicos no fueron demasiado esclarecedores. En las cajas encontraron multitud de huellas, pero, al cotejarlas, no encontraron ninguna similitud. Manel comenzó a intuir que el asesino debía trabajar en alguna empresa de transporte. Su terquedad hizo que analizara durante días todas las fotografías, hasta que descubrió algo en uno de los pliegues del cartón. Aparecían unas siglas diminutas, y tras pasar muchas noches en vela, averiguando por internet su procedencia, descubrió una empresa de Martorell que se dedicaba a la logística. Pronto saltaron las alarmas al hablar con un mozo de almacén. Era un joven muy retraído, y se le veía como aislado del mundo. Manel y Raúl consiguieron una orden para poder interrogarlo, y antes de que lo pusieran entre la espada y la pared, el tipo lo confesó todo diciendo que una voz se lo había ordenado.
Manel se sentía hundido, y su comisario le ordenó que cogiera la baja laboral unos días para poder superarlo. Las noches se habían convertido en una tortura psicológica para él. Al tercer día recibió una llamada de su exmujer.
—¿Has recogido tú a Lorena del cole?
—No —contestó tajante—. Esta semana no me toca.
A los dos días Manel Fonseca recibió un paquete.