Madrid se despertó con un manto blanco. Copos gruesos de nieve se estrellaban en las calles vacías.
Antúnez, sentado en su escritorio, miraba absorto la silueta de humedad en la pared de su oficina. Buscaba datos, ideas. Habían transcurrido diez meses y cuatro días desde el comienzo de la investigación. Un asesino en serie. Veinticuatro horas, siete días a la semana durante más de diez meses y ninguna pista sólida hasta el momento.
El timbre de su teléfono lo sobresaltó. Era el detective Brasero. Habían hallado un nuevo cuerpo en la calle Alcalá. Un radio de apenas un kilómetro y cinco asesinatos. Antúnez cogió el abrigo y, ya en la puerta, volvió a tantear la mesa en busca de las llaves.
Una ambulancia del Samur, un coche patrulla y el cuerpo bajo una manta metálica de color dorado imitaban estampa navideña de luces y destellos dorados. Se acercó al fiambre. Era un varón, otro varón. De una edad aproximada a la suya. Así eran también los anteriores. No se extrañó del tajazo en el cuello ni del escapulario de los Legionarios del Sol en la frente. Buscó en su ropa la nota. Estaba, como las otras, en el bolsillo de los vaqueros: “Ya queda menos, Antúnez. Tú serás el siguiente”. Levantó los ojos a los de su compañero, que lo observaba desde arriba. Extendió el brazo y se la mostró. El detective dio la orden a la patrulla. Era el protocolo de costumbre inspeccionar el área en busca de cualquier pista que pudiera llevarlo al asesino. Se encontraron huellas de zapatos en la nieve que parecían de un cuarenta y cinco, como las suyas. Espaciadas y profundas, como de huida presurosa y corriendo a zancadas, se perdían donde empezaban las que había dejado un coche patinando en la nieve en su huida. Antúnez tiró con rabia el cigarrillo que se mantenía entre sus labios con más ceniza que filtro.
***
La primavera amanecía a diario bajo un cielo azul y un aire helado. Se estremecían los deseos de los muchachos por las calles. Y él, cada día, se levantaba pensando en el asesino. Habían transcurrido dos meses de relativa calma. No podía creerlo. Cogió el abrigo y el arma reglamentaria, se caló el sombrero y bajó a tomar algo en el bar de enfrente. Decidió que se tomaría un día de descanso. Hoy no iría a la oficiona.
***
A la mañana siguiente, la señora de la limpieza llamó alarmada al intendente de la comisaría . Antúnez yacía sentado en su silla con la cabeza hacia atrás y un disparo de entrada y salida a la altura de las sienes. En la frente, como en los anteriores, tenía el escapulario.
Las cámaras de la comisaría grabaron la entrada del detective a las dos y doce minutos de la madrugada, no registraron nada más que hiciera sospechar que pudiera ser asesinado.