Gerardo se levantó con una virulenta erupción cutánea en las manos.
Mientras terminaba de arreglarse decidió que pasaría por la farmacia, antes de ir al trabajo.
El farmacéutico le aconsejó que se cuidara más. De lo contrario, le advirtió, acabaría sufriendo un shock anafiláctico.
Tras agradecerle la atención recibida, Gerardo miró el reloj. Aún tenía tiempo suficiente para el café con churros de todas las mañanas, mientras ojeaba su periódico favorito.
Con los dedos aún grasientos, buscó la sección de sucesos. Quería saber si había novedades sobre el asesino en serie que mantenía en jaque a las autoridades, haciendo gala del don de la ubicuidad.
Según el inspector a cargo de la investigación, todo apuntaba a múltiples asesinos.
Los crímenes no seguían un patrón determinado. Los lugares, calibres y motivaciones eran distintos cada vez y, para más inri, las víctimas tampoco coincidían en sexo, raza o condición.
A pesar de ello, una misma huella dactilar aparecía, de forma recurrente, en escenarios dispares y alejados entre sí.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención, era el hecho inexplicable de que dos asesinatos hubieran sido perpetrados, simultáneamente, en lugares diferentes.
“¿Cómo podía ser?”, se preguntaba el periodista que firmaba la crónica del día.
A pesar de la pomada, a Gerardo le picaban las manos haciéndole sentir como: “gato con guantes, cazando ratones”. Además, de tanto usarlos, había desarrollado alergia al látex así que decidió, motu proprio, esperar a que se le pasase la urticaria antes de enfundarse, de nuevo, los preceptivos guantes azules.
¡Ya lo había hecho antes!
Gerardo continuó manipulando, sin protección alguna, la munición que iba dentro de cada pedido.
A punto estaba de acabar su jornada, cuando el supervisor de turno apareció por las instalaciones.
Rápidamente, Gerardo cogió un par de guantes de la caja.
¡No quería una nueva reprimenda, por saltarse el protocolo!
En un gesto instintivo, se llevó el látex a la boca aspirando primero, profundamente, para luego soplar, colocándose los guantes, en un solo movimiento.
No fue hasta llegar a casa, cuando Gerardo sintió los primeros síntomas.
Le costaba respirar y su pulso se aceleraba.
Casi no cenó. Sentía náuseas y acabó vomitándolo todo.
Al día siguiente, Gerardo no despertó.
Dado lo repentino de su muerte, se ordenó: “autopsia y toma de huellas del cadáver”.
El forense dictaminó muerte natural por anafilaxia.
Las huellas dactilares determinaron que, ¡acaban de dar con el asesino múltiple que andaban buscando!
El inspector Sánchez no daba crédito al informe que tenía delante de él.
Resultaba del todo imposible pensar que, aquel desgraciado, fuera el “Asesino Errante” al que llevaba persiguiendo, ¡durante tanto tiempo!
Comprobó, con relativa facilidad, que el fallecido tenía sólidas coartadas para cada uno de los asesinatos en los que, supuestamente, estaba involucrado; pues sus huellas dactilares aparecían adheridas a los casquillos encontrados.
No fue hasta ver sus manos encarnadas, y descubrir que trabajaba en la fábrica de balas de Andévalo, que se hizo la luz.
Sin buscarlo, Gerardo protagonizaría la sección de sucesos del día siguiente dejando, también ahí, su huella indeleble.