EL ÁTICO
Ana Isabel Guerra Martínez | EDÉN

Me sobresaltó el estruendo del timbre del ático, eran incontables las veces que había pensado en cambiarlo y ya no solo era eso, del respingo que había dado, el trazo del eyeliner del ojo izquierdo (el difícil) se había ido a una línea que poco tenía de recta. Sosteniendo la toallita desmaquillante con una mano, me dispuse a descolgar el telefonillo, por el videoportero diviso una pareja uniformada:
– ¿Sí, dígame?
– Buenas noches, policía. Debemos acceder al edificio. ¿Nos abre por favor?
– Por supuesto. ¡Vaya! parece que no funciona, tenía la intención de salir en este mismo momento. Si les parece bajo al portal y les abro.
– De acuerdo, aquí le esperamos.
Con cierta urgencia lo que hago es intentar compensar el maquillaje y coger una bolsa con mi documentación, escasa ropa y enseres personales, no obstante era la primera cita formal que tenía con Bosco, sentía una mezcla de nervios, ilusión y revoltijo en las tripas.
Ya en el rellano, pulso el botón de los ascensores, recuerdo que uno está estropeado, espero impaciente lo que se me hace una eternidad y decido bajar con mis botines de tacón por las escaleras. Descendiendo piso por piso repaso los vecinos que podían haber alertado a la policía, me acuerdo de mi vecina del sexto, sabía que sufría ansiedad y que la soledad sobrevenida tras el fallecimiento de su marido no aportaba más que la dificultad de su manejo. Reconecto con esa sensación de angustia, sumida en un matrimonio rancio, anodino y vacuo, con el tiempo me daba cuenta de que la indiferencia y el silencio disfrazado de ejemplarizante no era aséptico en mi actual forma de actuar. Había desarrollado un asco estrepitoso, una ira desbordada y unas ganas terribles de poner fin a todo, en ese momento apareció Bosco y me repetí el mantra de que » no me iba a tener que preocupar más».
En mi paso por el cuarto piso, me acordé de Vicente, aparentaba 100 años, pero debía tener sobre 60, porque hablaba de encontrarse activo laboralmente hasta la detección del cáncer de lengua y garganta que padecía, vivía con su única hija, soltera y abnegada cuidadora principal, empoderada, había cogido permiso este fin de semana para irse a la playa con una amiga, no sin antes dejar a su padre la «papeleta» de comida y tareas resueltas. Espero que no pasara nada, porque quedaría grabado de forma perenne en la memoria de la hija.
Finalmente llegué al portal y allí no había nadie, salí a la calle a mirar. El coche patrulla de la policía local se encontraba aparcado en doble fila, me acerque sigilosamente para comprobar que estaba vacío. Salí corriendo para ver si los veía por alguna parte, hasta que noté, como alguien me daba dos toques en el hombro derecho, me giré con expresión de rabia, asco y tedio.
– Queda usted detenida, tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra…