La muerte es inoportuna. A nadie le viene bien. La naturaleza, además, puede ser espectacularmente espantosa en ciertas ocasiones. Un abogado que se quedó trabajando en la planta 43 de la torre Emperador hasta altas horas de la noche lo comprobó en sus carnes. Trituradas.
Sin la prevención de tumbarse boca abajo para reducir el impacto, el letrado tuvo tiempo de sentir cómo sus órganos internos estallaban al contacto del ascensor contra el suelo.
La muerte es inoportuna y, afortunadamente para él, a veces le concede estos regalos.
César Aguarón experimenta un placer casi enfermizo cuando pasa por sus manos un cadáver como el del jurista. César Aguarón trabaja con la muerte. Es forense en el Instituto de Medicina Legal de Madrid.
Desorientarse allí no resulta difícil, pero a él no le hacen falta las pegatinas con los puntos cardinales situados en cada planta. Diríase que se siente como el Minotauro de Creta en su propio laberinto.
—Llegas tarde —increpa al auxiliar.
—Lo sé, pero hoy es fiesta y hay menos trenes.
El sexagenario especialista resopla de indignación y mata la mala leche llevándose un caramelo a la boca. ¡Les encanta quejarse! Las casi cuatrocientas personas que trabajan allí diariamente siempre tienen un ay en la boca. No saben admirar las virtudes del nuevo inmueble. Quizás ya no se acuerdan del enorme esfuerzo que supuso revestir el recinto en plena pandemia.
—¿Y el coche nuevo pa’cuando?
A su ayudante la broma no le hace gracia. Ayer colaboró en la autopsia de un caso de malos tratos a un bebé y aún no se ha recuperado.
—¿Qué tenemos? —Da la sensación de que el muchacho pregunta al camarero por la carta del día.
El médico pretende mostrar la misma indiferencia al descubrir la sábana. No le sale. Mira alrededor de la sala de autopsias hacia los
otros diecisiete puestos. La mayoría están vacíos.
El doctor Aguarón es ahora un animal que otea el horizonte como un depredador hambriento.
—Esto tenemos —responde con la sapiencia del camarero que recita el menú—. Un dos por uno.
A estas alturas de la película, el joven ayudante cree haberlo visto todo. Se metió en esto del negocio de la muerte hace unos años, cuando hizo un curso de tanatoestética e iniciación a la tanatopraxia. Su título de 2290 euros dice que es especialista también en restauración y reconstrucción de cadáveres, en psicología del duelo y anatomía patológica.
—¡Joder¡ ¡Están cosidos por la espalda con la precisión de un cirujano! ¿Pero qué coño es esto? —pregunta asqueado el muchacho.
—¿No ves la tele o qué?
Son los niños que mataron ayer, la noche de Halloween.
—¡Dios! ¿Y se sabe quién lo hizo?
Entonces, César Aguarón resopla por segunda vez y, terminando de chupar lo que tiene en la boca, suelta muy tranquilo:
—¡Qué va! Lo único que han dicho es que al asesino le gusta llevar caramelos encima. —Se echa otra vez la mano al bolsillo y enseña su contenido—. ¡Puto Halloween! Por cierto, ¿quieres uno?