Dejó caer al niño. Después de una tarde entera de llanto, sintió alivio por el silencio que sobrevino a la caída. El cuerpo del bebé pareció rebotar ligeramente sobre el suelo de la cocina, y ella se quedó mirando cómo permanecía allí, desmadejado y por fin callado. Pensó que las baldosas con decoración de flores habían sido un desacierto al redecorar la casa. Una se cansaba de mirarlas. Tendría que plantearle a su marido la posibilidad de cambiarlas.
Tal vez algún ruido que a ella le resultó inapreciable hizo al chocar contra el suelo, tal vez fue la propia extrañeza del silencio repentino lo que atrajo a su marido hasta el salón. Fue una suerte que confundiera con dolor y estupor su intensa sensación de calma. Luego llegaron los gritos, los lamentos, la llamada a urgencias, los ligeros movimientos del bebé al ser atendido por los sanitarios. Un llanto incontenible salió entonces de su interior, un chillido casi inhumano que todo el mundo interpretó como culpa. El arrepentimiento y aflicción por lo que se creyó negligencia debida al cansancio. No era eso.
— Ya está. EL niño se pondrá bien. No ha sido culpa tuya. Todo se arreglará — le repetían cansinamente mientras ella pensaba que no había hecho más que empezar.
Una conmoción y un brazo roto, unos días de hospital, y vuelta a casa. Eso fue todo. Tuvo que soportar las felicitaciones de sus conocidos, que se alegraban sinceramente de que el desgraciado incidente se hubiera quedado en un susto. Tuvo que fingir una dicha que no sentía para compartir la sonrisa satisfecha del marido. Y tuvo que enfrentarse a la mirada del niño. Cuando lo alimentaba, cuando lo cogía en brazos, incluso cuando pasaba frente a él… percibía como sus pequeños y rencorosos ojos la seguían.
— ¿Te has dado cuenta de que el bebé solo tiene ojos para ti? — decía su marido con la intención de aplacar el desasosiego que le generaba estar cerca del niño. Como si ese potencial amor pudiera curar lo que él creía desconfianza hacia sus capacidades para volver a criar a su hijo. Pero no era cautela lo que la mantenía alejada. Era miedo. El niño sabía. El niño esperaba su oportunidad.
No era capaz de estar sola en la misma habitación que él. Sentía ese seguimiento constante como un dedo acusador, que la juzgaba y la perseguía sin descanso. Durante todo el día, incluso por la noche, le encontraba observándola. Poniendo de manifiesto su culpabilidad. A todas horas, todo el tiempo, en todas partes. No pudo más. Se dejó caer. Siete pisos que terminaron en una acera manchada de orines de perro y cáscaras de pipas. Un golpe seco sobre las mesas del bar de abajo.
Justo en el instante que soltaba la barandilla del balcón, echó una última mirada a su hijo, que la observaba desde su sillita portátil. Y entonces, mientras sus pies perdían asidero y tocaban el aire, le escuchó decir su primera palabra:
— Mamá…