EL BELLO SANDRO
El cadáver estaba hecho pedazos y cada uno de ellos, tronco y extremidades, abierto en canal, como si hubieran estado buscando algo en su interior: drogas, dinero, alguna idea o, quizás, su alma. Sobresalía en el tronco, situado boca abajo, algo entre sus nalgas que el forense identificó como uno de sus miembros más aclamados, su pene, cortado de raíz e introducido ahí como adorno siniestro post mortem. Solo la cabeza, separada del resto, estaba intacta frente a él: impasible, pálida, como una estatua de mármol clásica, con los ojos sin vida abiertos, gracias a unos alfileres que sujetaban los párpados, fijos en los despojos de lo que había sido su cuerpo.
Un crimen horrendo, pensó el veterano detective Atilano Salmerón mientras mascaba su chicle con fruición y observaba atentamente el escenario. Y con mensaje, sin duda, añadió para sí. Esa sería la clave para descifrarlo, saber quién y por qué alguien le odiaba tanto, no solo para matarlo sino para trucidarlo de esa manera y preparar con esmero, saña y crueldad esa puesta en escena tan macabra, toda una performance gore y una declaración de intenciones que habría que interpretar para encontrar al culpable. Un escenario en un sobrecogedor silencio, ocupado ahora por el forense, el comisario y sus compañeros de criminalística, que le habría costado al asesino tiempo para prepararlo con mimo, dedicación y odio; mucha rabia contenida que había explotado por alguna causa, descuartizando al bello Sandro, el macho más bello del mundo, según le llamaban las revistas del corazón.
Y es que el occiso era fácil de identificar. Se llamaba Sandro Mora, un famoso actor y cantante admirado y envidiado tanto por su arte, belleza y dinero como por las mujeres que siempre revoloteaban a su alrededor buscando minutos de fama, ilusionantes destellos del astro rutilante que era el descuartizado y sobre todo, sexo, que la víctima, al parecer, proporcionaba de forma incansable y de buena calidad. Hoy, todo eso había acabado. Solo su semblante permanecía incólume observando, a su pesar, cómo había acabado su exitosa vida de crápula.
Con su mirada en ese rostro, el detective recordaba la cantidad de historias que circulaban sobre corazones y hogares destrozados que adornaban su currículum. Mujeres en busca de fama y dinero y también otras, sencillas y tiernas, enamoradas, confundidas y engañadas como Rosa, deseosas de una aventura, de escapar, por una vez, de la rutina de cónyuge de un marido corriente, trabajador y honrado. Mujeres de todo tipo y condición seducidas por su belleza y su glamur, utilizadas y abandonadas al momento o a los pocos días, después de pasar por su cama superficialmente, sin hacer mella en su alma, sin penetrar en su interior ni conocerlo por dentro. Ahora, sí podían verlo en su esplendor: una amalgama de vísceras, carne, sangre, tejidos y carroña.
Antes de marcharse, sin dejar de mascar su chicle, Atilano repasó de nuevo la escena del crimen. Le había quedado muy bien. Ahora, tendría que contárselo a Rosa, su mujer.