De vueltas al pueblo, no paraba de preguntarme si aquel desgraciado buhonero habría sido capaz de matar al pastor por el mero hecho de robarle. Un supuesto que desestimé de inmediato.
—Ahí es —señaló mi compañero la entrada al hogar del mercachifle.
Estacionados frente a la casa, esperé a que la calle quedase vacía de transeúntes. Aunque céntrica, presentaba aspecto ruinoso y de abandono.
—Quédate en el coche. Entraré solo. No quiero levantar suspicacias.
—Te repito que ese tipo ya ha “cantado” lo que sabía. Encontró el cadáver y se llevó la cartera con el dinero. Eso es todo. No hay más.
—No me fío de su declaración, ni de tus métodos empleados para que confesara. Deseo oírlo yo mismo de su boca… si es que dejaste algo de ella durante el interrogatorio —recriminé al verlo fumando tan jactancioso en el asiento.
La puerta del domicilio se hallaba entornada. Desenfundando el arma, accedí al interior. Reinaba la oscuridad. Cientos de cachivaches entorpecían el avance por el interior de lo que parecía ser un vertedero. Algunos de ellos pendían de los techos impidiendo la visibilidad. Temí que el Buhonero estuviese agazapado en algún rincón esperando para agredirme. Podría hacerlo sin que apreciara su presencia. Si había sido capaz de asesinar a un hombre, podría volver a hacerlo. Poco o nada tenía ya que perder.
Con mucha cautela fui escudriñando las habitaciones del lugar sin encontrarlo.
—¡Oiga!… ¿Hay alguien ahí?
Nadie respondió. El olor a cerrado y a humedad eran palpables. Apuntando el arma hacia cualquier sombra o resquicio, volví a insistir:
—¡Escuche! Sé que está aquí. No tema. Salga sin miedo. Solo quiero hablar con usted… Soy policía. No ha de preocuparse.
Apartando unos sucios cortinajes, algo me golpeó contra el pómulo. Parecían unos zapatos viejos que, colgando, oscilaban de lado a lado.
—¡Me cago en su puta madre! —exclamé, antes de perder el equilibrio por la impresión. Cayendo al suelo de espaldas, me vi envuelto por cientos de trastos.
Descubriendo un ventanuco, la claridad me hizo ver al que buscaba. El cuerpo de aquel miserable pendía del cuello por una soga. Una viga de madera sostenía la siniestra carga. No quise tocarlo. La tez amoratada y los ojos en blanco delataban que nada podía hacerse por su vida. Intuí que prefirió quitarse la vida antes de ser detenido, o el mismo temor a ser acusado de algo que no cometió lo impulsó a colgarse.