El inspector Barrios estaba mosqueado. Ya sumaban ocho los casos de personas ingresadas en el hospital comarcal por intoxicación alimentaria, y aunque no se había abierto de momento ninguna investigación por parte de Salud Pública, algo le olía a chamusquina. Su mujer le tenía dicho que no se metiera donde no le llamaban, a lo que él respondía que precisamente a eso se dedicaba.
Por esa razón se dirigió a la estación de servicio del kilómetro 243, a la salida del pueblo, lugar que los oriundos solían frecuentar a menudo a la hora de comer. Detrás del mostrador se encontraba Susana Palacios, la camarera cubana de 19 años que suscitaba numerosas conversaciones y suspiros entre los hombres, así como envidias entre las mujeres. Verla limpiar el mostrador a ritmo de bolero constituía un verdadero espectáculo para los sentidos, sobre todo si cantaba.
– Buenos días, Susana.
– ¿Qué se le ofrece, inspector?
– Un cortado y unas tostadas con aceite y tomate. ¿Está por aquí Josete?
– No inspector. Aún no ha llegado.
– Necesito hablar con él. No quiero poner en duda la integridad del local, pero unos cuantos del pueblo han pasado la noche en urgencias esta semana.
Y lo vio. Ahí estaba. Apenas perceptible, pero claro como el día. Susana tembló. Fue un pequeño espasmo involuntario. Apenas un parpadeo y ya estaba recompuesta. Pero durante un segundo el inspector Barrios vio que, efectivamente, aquí había gato encerrado.
El inspector Barrios era consciente de su efecto en las personas. A nadie le gusta hablar con la policía. Sin embargo, más allá de eso, él sabía detectar cuando el nerviosismo de la gente se limitaba al propio imbuido por los agentes de la ley, o sin embargo iba tintado de algo más. ¿Pero qué más?
Mientras sopesaba para sus adentros las intenciones ocultas de Susana, ésta volvió de la cocina con su café y sus tostadas. Las había aderezado con jamón serrano.
– ¿Y esto?
– Un obsequio de la casa.
– Gracias Susana. Aunque esto no evitará que intercambié un par de palabras con tu jefe luego.
– Claro que no inspector.
Esto último lo dijo con su voz melosa, aún más engolada, casi flirteando. El detective Barrios comió deprisa sin quitarle ojo, pero ella ya se había puesto la coraza y sus movimientos no volvieron a esbozar ningún tipo de error. Él aprovecho un segundo en el que ella regresó a la cocina para guardarse parte de la tostada, envuelta en una servilleta, dentro del bolsillo, con la intención de analizar la carne en el laboratorio. Pagó y se despidió.
– Dile a Josete que me llame.
– Como usted mande inspector.
Susana contó hasta veinte y salió corriendo hacia la cocina. Ahí, por fin, respiró aliviada. Llevaba una semana sirviendo los restos de Josete a los cerdos de aquel pueblo inmundo, y el detective acababa de comerse el último reducto. Todo había terminado.
Pobrecita. No entendía que esto no había hecho nada más que empezar.