EL CALLEJÓN DE LOS CORAZONES ROÍDOS
Diego Peris Lleó | Lamar Abad

Aquel protervo callejón se disfraza de patíbulo cuando la luna asoma entre los caños de las tejas. La noche allí trifulca con el día alardeando de ello. Orión espera el momento exacto tras un cofradía de desaliñados contenedores. Junto a él, además de basura, un séquito de ratas curiosean sobre su misión. Musitan sus especulaciones sin que aquel intruso pueda reparar en que comentan. Un niño llora desde uno de los pisos anejos a la lóbrega calleja. Parece tener tanta tristeza dentro como aquella travesía de tonos sepia. Los recovecos que esconden los contenedores basureros son letrinas que alean mierda y asco. Uno de aquellos fisgones roedores juguetea con la pana del pantalón de Orión. La mordisquea sin pudor ante la inacción de quien los lleva. Resulta lógico que Orión no se atreva a hacer ruido alguno. La incertidumbre asoma en cada parvo balconcillo como si fuese una enredadera.

Los minutos pasan sin que el momento que Orión espera llegue a producirse. El callejón es inmutable, como el ciclo de la vida o la inmensidad marina. Los vehículos que transitan por la avenida principal dejan una estela de divergentes ronquidos industriales. De un modo súbito, el advenedizo ruido de una botella de cristal le advierte. Como por arte de magia o taumaturgia, aquella banda sonora de combustión cesa sin más. El neonato del incierto piso también calla súbitamente. Las ratas escapan de aquel porche de mugre. Orión se queda solo con la única compañía hábil de un histriónico silencio que se hace más ruidoso que un millar de sonidos. Quiere asomarse, debe hacerlo. Es su labor, no queda otra. Introduce la mano en su bolsillo y rebusca su revólver. En primera instancia, es el último de aquellos entrometidos roedores quien sale de allí. Segundamente sale su pequeño revólver. La situación adquiere una tensión insoportable.

Se percibe una presencia femenina. El aroma a fabril perfume casi se impone ante el pestilente hedor de la basura. Ante el alambicado olor del orín que se incrusta entre los ruedines de los contenedores. Se escuchan pasos cada vez más cerca. Son los propios de un tacón de aguja que cose a su paso un telar de sentimientos contradichos para Orión. Acciona el silenciador y se coloca en posición de disparo. Parece mentira la potestad que otorga un arma. La sobrehumana facultad para matar. Probablemente el hombre más parecido a Dios fuese quien mató a otro ser humano frente a sus ojos por primera vez. Excedió sus atribuciones alcanzando ocupaciones propias del Empíreo. Hoy Orión debía vestirse de deidad para acabar con todo esto. Enamorarse de una reputada criminal siendo policía no es lo más apropiado. Tatiana se coloca ya frente al cañón de Orión. Algunas lágrimas escapan de las corneas del oficial. El gatillo se va hundiendo cuando se produce el contacto visual. Dos balas mortales se disparan simultáneamente. Una sale del revólver de Orión, la otra de la boca de Tatiana antes de caer al suelo abatida.

-Ese niño que oyes llorar es tu hijo.