Aún le temblaban las manos.
Confiaba en que, en la penumbra del callejón, nadie hubiese visto nada. Incluso a plena luz, había cosas que, directamente, nunca se veían. Y esta, esperaba, era una de ellas. Su corazón galopaba en el pecho, y a sus pies miraba a la nada el rostro del hombre al que acababa de matar. No deseaba llegar tan lejos. No podía haber llegado tan lejos. Un arrebato incontrolado, un golpe mal dado… y ahora toda su carrera, su vida y su libertad pendían de un hilo rojo que se deshacía en los charcos del asfalto. Al día siguiente, tendría que volver a la comisaría. Tendría que fingir que nada había pasado. Tendría que aprender a ignorar sus propias pesadillas.
Era jueves. El café de la oficina sabía amargo, sin importar cuánto azúcar le echase. Entre los ruidos de los teléfonos, conversaciones apresuradas y alguna que otra risa con ganas de fin de semana, escuchó la voz de la capitana:
– ¿Estás libre?
– Depende de para qué.
– Para nada bueno, como siempre.
La capitana Suárez rara vez hablaba con alguien personalmente. Aquella excepción le puso más nervioso aún de lo que ya estaba.
– Han encontrado un cuerpo en un contenedor de basura – continuó – . Tenemos a todo el mundo ocupado, así que te toca a ti ir a echar un vistazo. Pide la dirección en secretaría y ponte en marcha.
Mientras se abría paso entre el tráfico, no podía evitar maldecir entre dientes su suerte. Quería un día tranquilo, uno de los de fichar, rellenar papeleo e irse a casa. Ahora, a primera hora, ya tenía que vérselas con un muerto. Con un callejón. Con un contenedor de basura. Y lo peor de todo era que no podía pasarle el caso a nadie. Tenía que darse prisa.
Todo el callejón estaba acordonado. Los analistas sacaban fotos sin cesar, intentando diferenciar entre la basura normal y la que podía considerarse como prueba. Todo el mundo parecía incómodo, estresado. Él sabía por qué.
– ¿Algo que deba saber? – le preguntó al policía que controlaba a los curiosos. Como siempre, de esos no faltaban. Se agolpaban a la entrada del callejón.
– No llevaba identificación, y encima está bastante desfigurado. Sabemos que murió anoche, que es un varón blanco de unos cuarenta años… y poco más.
– ¿Murió aquí?
– En el callejón, sí. Parece que luego lo arrastraron al contenedor, por las manchas de sangre.
No quería mirarlo, pero no le quedaba opción. El camino hasta la víctima fue largo, casi irreal. Parecía fundirse todo con la primera vez que había visto al muerto. Cuando aún estaba vivo. Quería olvidarlo, hacer como si fuese un caso más… pero no podía. Esas memorias se te quedan guardadas para siempre en la mente.
En el fondo, tenía suerte. Nadie más que él buscaría al culpable.
Y nadie más que él lo mantendría oculto.