Parecía que se llevaban muy bien a pesar de ser tan distintos.
El hombre era hermético, su mundo estaba organizado con precisión y cautela. Orden y obediencia iban de las manos.
El niño no era tal astilla, obedecía, pero la travesura infantil era una tentación en cada ocasión. Ordenar la habitación, sí. ¿Una vida ordenada? Ni loco, eso es de ancianos.
Vivían en un pequeño piso en la zona de familias numerosas, en Nuevo Val. Un pueblo de vecinos muy conversadores. Tardes de bar y noches de celebración eran parte de la cotidianidad.
Gente muy extraña, no eran confiables. Por ello, permanecían en casa viendo series policiales. Era lo único en que coincidían.
Al hombre le ablandaba saber que podía seguir disfrutando del pasatiempo favorito de su esposa. Su foto resplandecía con destello melancólico entre los haces de luz que se filtraban por la ventana.
La tarde bañaba al día con un dorado de ilusiones como los rizos caídos que reposaban en la almohada desde su muerte.
Al perderla en el hospital, imaginó vivir en la fúnebre soledad, de no ser por el pequeño que llegó a su vida ese mismo día. Al verlo tras el vidrio, se encariñó al instante. Dio gracias al ausente señor que muestra el sinuoso camino de las oportunidades.
La tarde traía algo más, el niño lo sabía. En las calles se escuchaba el ronroneo del camión de helados que paseaba hipnotizando con estrafalarios modelos de sabores clásicos y exóticos. Apenas se detuvo, la abultada cola se formó. Los niños aman los helados, oh si.
La musiquita resonaba hasta dentro de las casas. La melodía del peligro. El hombre advirtió al niño extasiado por salir. Los deberes estaban hechos, de modo que no podía restringirle un respiro.
—Nunca confíes en la gente. —le repitió antes de salir.
Lo dejó hacer su cola mientras él se quedó en la escalinata, desde allí tendría un panorama amplio de la situación. El nuevo vecino se acercó a conversar sobre temas absurdos y por esta vez, no lo ignoró.
Faltaba poco para su turno, solo un niño delante. Éste giró y se acomodó la gorrita de hélice.
—¿Quieres pasar?
—¿Me dejarás?
—Todo tuyo.
—Genial.
Pasó y un aroma le dañó la nariz. Tabaco.
—Hola… ¿Qué deseas? —el heladero parecía nervioso—. ¡CHOCOLATE! De la vuelta y se lo daré por la otra ventanilla.
Eso hizo y cuando intentó tocar, la puerta se abrió y lo introdujeron sin vacilar.
La operación sucedió en el lapso de unos segundos.
El hombre se hartó de conversar y sus ojos giraron enloquecidos en una búsqueda. El niño no estaba. Marchó enfurecido hacia el camión asustadizo que aulló y se largó en seguida.
—Ayudaaa.
—No temas pequeño. —le intentaron calmar.
Estaba rodeado de varios hombres y una mujer.
En la ventana, el niño de la gorra de hélice sacó un cigarrillo del bolsillo, fumó y declaró:
—No puedo creer que me haya rebajado tanto.
—Era necesario, Detective.
—Ya, ya.
La mujer estalló en lágrimas y abrazó al heladero.
—Quiero ir con papá —imploró el niño.
—Oh pequeño —musitó el heladero al borde del llanto—. Ese soy yo… por fin volverás a casa.