El Caso de la Rubia Platino
Javier Poveda | JP Muñoz

Marco aplastó el cigarro con la puntera de sus zapatos manchados de barro. Miró a su antiguo compañero y no pudo evitar que una triste sonrisa se le dibujase en el rostro.
—Ya sé que todo lo que te cuente va a sonar a una puta milonga, Castillo —dijo sacando un nuevo pitillo de un paquete de Fortuna blando y arrugado—pero te juro que yo no la he matado.
—La milonga es una especie de tango argentino, Marco. Esto se parece más a una canción de Sabina.
La sangre de la rubia se diluía entre los riachuelos formados por la fuerte lluvia que caía en ese callejón de mala muerte en el barrio de Las Letras.
El policía se encaró a su antiguo colega. Reconvertido en un detective privado dispuesto a vender su tiempo y su pericia por un mísero cheque al portador más los gastos.
—Vamos a ver Marco. La chica es el objetivo que te había encargado vigilar tu cliente, y la pistola que está junto al cuerpo huele a haber sido disparada recientemente. ¿Hay más pruebas? ¿Qué más necesito para llevarte ante un juez que te meta en la cárcel hasta que los sapos bailen flamenco?
—Castillo, vais a encontrar mi semen dentro de ella, las marcas de mis dientes por toda su espalda, y rastros de mi piel bajos sus uñas de los arañazos que me hizo hace unas horas —contestó Marco—. Soy culpable, pero culpable de habérmela estado tirando toda la tarde, te aseguro que yo no la he matado.
Castillo le quitó el paquete a Marco, sacó el último cigarro y le pidió fuego con un gesto. Dio una calada larga y resopló fuerte.
—Estás fichado, fuiste a la trena por aquel caso de extorsión chungo y estoy seguro de que debes hasta los zapatos que llevas. ¿Dame una razón para no arrestarte ahora mismo?
—¡Joder Castillo! Si lo hubiese hecho yo, ¿para qué cojones te hubiese llamado? El arma no está a mi nombre, el hostal donde hemos pasado toda la tarde lo reservó y pagó ella en metálico. ¡Para mí hubiese sido más fácil largarme y desaparecer un tiempo!
Castillo dio otra calada al cigarro. Llevaba la ropa empapada del diluvio que caía en esa oscura y fría noche de un domingo de enero. Miró a ambos lados del callejón, no había un alma.
—¿Y quién cojones ha sido entonces? —Preguntó al fin.
—Me desperté y no estaba—respondió Marco—. Me acerqué a la ventana, oí un disparo y vi el fogonazo. Me puse el pantalón y la chaqueta a todo correr, dejé la pistolera porque estaba vacía, y bajé los escalones de dos en dos.
—¿Y alguna idea de quién ha podido hacerlo?
—Una muy clara, pero necesito que me des unas horas.
—En fin, no creo que nadie encuentre el cadáver hasta el amanecer —concedió al fin Castillo mirando de nuevo a ambos lados—. Lo que yo decía, Marco, una puta canción de Sabina.