EL CASO DEL ROBO DEL PICASSO
José Luis Atalaya Serna | Bélver

Aquel día el tono de llamada de mi teléfono me privó del momento más dulce de unos de mis sueños. Lidia, una compañera del cuerpo, me esperaba abajo con el coche patrulla. Llegamos a un enorme edificio ubicado en uno de esos modernos parques tecnológicos. La chica de la recepción, al vernos, hizo una llamada por teléfono. Enseguida apareció tras una puerta un hombre con buena presencia, traje gris y corbata azul sobre camisa blanca. Nos presentamos. El empresario y dueño de todo aquello dijo llamarse Gustavo Becerril. Había requerido nuestra presencia porque, al llegar a primera hora de la mañana y entrar en su despacho, se percató de que faltaba el Picasso que tenía colgado en la pared, tras su mesa.
—¿Era auténtico? —le pregunté sin ánimo de insultar.
—Pues claro —respondió con soberbia.
Entramos en el despacho. Desde la puerta observé la cantidad de detalles que exhibían una opulencia descarada del señor Becerril: sillones de piel, una enorme pantalla de ordenador sobre una mesa de cristal, un armario de dos metros de altura, lámparas de diseño… Por eso me extraño ver un cubo de fregar y una fregona en un rincón; además, olía a lejía.
—Y bien —comencé diciendo—, dice que entró y observó que faltaba el cuadro. ¿Estaba solo?
—Soy el primero en llegar y el último en marcharme —comenzó diciendo con prepotencia—. Si uno no está al frente de sus negocios y lo deja en mano de otros, acaba arruinado.
—E inmediatamente llamó a la policía —dije mientras recorría la estancia.
—No, llamé a seguridad. Tenemos un vigilante toda la noche. Pero no me respondió. Entonces llamé a su oficina para comunicarles que había desaparecido y luego para romper el contrato con ellos por incompetentes.
—Qué hay en este armario, la puerta está cerrada con llave —dije tratando de abrirla.
—Nada que a usted le importe —respondió con acritud.
—Abra la puerta —dijo mi compañera tajante.
—No pienso abrirla sin una orden de registro.
Lidia cogió un abrecartas de acero que había sobre la mesa.
—¡No tiene derecho a abrir el armario sin mi consentimiento! ¡La denunciaré!
En unos segundos hizo saltar el pestillo de la puerta y la abrió de golpe. El cuerpo inerte de un hombre cayó al suelo: el vigilante. Miré al empresario. Su mirada expresaba terror, pero no por la presencia de un cadáver; sino por haber sido descubierto. Faltaba saber por qué.
—A pesar de haber fregado el suelo con lejía —comencé diciendo—, estando el cadáver nos será muy fácil relacionarlo con la muerte del vigilante.
—Lo sorprendí robándome mi Picasso —dijo el hombre sin levantar la mirada—. Me volví loco. Agarré el abrecartas y……
—Y escondió el cuadro y el cuerpo para que creyéramos que el vigilante había desaparecido con el Picasso —añadí.
—Habría sido un crimen perfecto —dijo—. No comprendo cómo lo ha descubierto.
Agarré la cabeza del empresario y lo obligué a mirar hacia el armario.
—Obvio, hay un hilo de sangre cayendo al suelo.