EL CASO DEL RUBIO FATAL
JOSE RAMON PARDO CONGEL | SALMONETE

Alguien llamó bruscamente a la puerta. Alcé la cabeza. Distinguí la silueta de Johnny a través de los cristales.
– ¡Adelante!- exclamé.
Entró de manera pausada, como un gigante contenido y taimado. Sonreí. Me gustan los malvados cuando continúan haciendo de sí mismos, en especial cuando se sienten acechados.
– Creo que querías hablar conmigo- dijo.
– Así es- respondí- Siéntate, por favor.
– Prefiero quedarme de pie.
Callé unos instantes, que aproveché para mirarle como quien perdona una eternidad mientras exhalaba el último hálito de mi consumido pitillo, que retorcí en el cenicero. Me demoré lo justo, en una calculada ceremonia. Quería transmitirle que yo tenía el control. ¿Qué sería de nosotros si alguna vez nos prohibieran fumar?
– Oh, vamos…-le ofrecí la silla con un gesto de mi mano abierta.
Aceptó a regañadientes, agarrándola con fiereza.
– Tú dirás- espetó.
Respiré despacio y le dirigí una mirada irónica.
– Lo sé todo, chico- le avancé.
– ¿El qué?- respondió con malicia. Noté su revólver bajo la chaqueta. Palpitaba aún más que su corazón desbocado.
Me eché hacia atrás y crucé las piernas. A pesar de la mesa que nos separaba, sabía que podría admirar mis muslos salvajes. Tragó saliva. Estos rubios de bote, tan pétreos ellos, son como azucarillos en cuanto reciben los estímulos adecuados.
– Lo del arma con que nos matas. Unas pajaritas me lo han contado.
– ¿Lo de…?- tardó un poco en comprender.
Me incorporé de un síncope y quedé de pie, imponente y desdeñosa. Me desgarré la blusa. Cayeron los botones. Clic clic clic. A él la baba, pero no se oía.
No pregunté, ordené.
– Ahora levántate y ven.
Bufó sobresaltado, pegó una patada a la silla, corrió la mesa de un manotazo y quedó frente a mí. Le eché las manos al cuello y le metí la lengua en la boca hasta un lugar de la anatomía que no tiene nombre. Luego le sujeté por las solapas. Entendió la señal. Como un pardillo, se quitó la americana él solo. Más tarde, yo sacaría la pistola del cajón y estaría a mi merced. No había prisa. Contemplé su hermoso y esculpido torso, enredé mis dedos en su vello rizoso y dorado, le susurré algo sucio, casi hediondo.
No estuvo mal pero alcancé el orgasmo pensando en el cheque.