El caso más fácil del mundo
José de la Rosa Francés | Mary Clutterback

El caso no puede ser más fácil de resolver, pero rechazar la enorme cantidad de dinero que ha puesto sobre la mesa puede ser indecente.
—¿Y dice usted que la policía no le ha prestado atención? —Le digo yo a la hermosa mujer que se deshace en llantos al otro lado de mi mesa.
—Un simple robo —ha podido balbucear tras secarse las lágrimas y pasar el pañuelo por su nariz—. Eso es lo que han dicho. Es usted mi última opción. Mi padre decía que no hay misterio que se le resista.
Es un comentario exagerado, pero ¿quién soy yo para casarla del error?
Me recompongo la chaqueta para que no vea la mancha sucia que salpicaba mi camisa, aunque deja al descubierto el roce ajado de la prenda.
—Ha tenido suerte —le digo—. Mi secretaria ha pedido el día libre. Ella jamás le hubiera permitido verme sin cita.
Sus bellos ojos muestran el brillo de la gratitud, y en los míos el de la arrogancia.
—Nunca olvidaré que me reciba a esta hora de la noche.
Me he quedado hasta que se me pase el efecto de un exceso de whisky de mala calidad, lo que aún no ha sucedido. Debo dejar de beber… y de apostar en las carreras.
—Me decía usted —intento adoptar la actitud más profesional— que encontró a su padre en su despacho, y que todos los cajos del escritorio, así como la caja fuerte, estaban abiertos.
Se lleva una mano al pecho, como si le fuera doloroso recordarlo.
—Había sangre por todas partes. Fue algo horrible.
Mi clienta ha descubierto el cadáver de su padre cuando regresaba de ver una obra teatral. No es necesario ser un lince para saber, con aquellos pocos datos, que no es más que un robo, sobre todo cuando la víctima es don Andrés, cuya fortuna resulta conocida por todos.
—Será difícil —miento—. Posiblemente necesitaré más dinero para conseguir avanzar, pero no dude que sabremos qué le sucedió a su padre.
Ella sonríe. Es muy guapa. Incluso se me ocurre pensar en invitarla a cenar.
—Hay algo más —me dice—, mi padre me habló de usted.
Arrugo la frente. Estaba seguro de que aquel asunto había quedado olvidado.
—Éramos viejos amigos.
Su sonrisa se acentúa, adquiriendo un matiz extraño donde no queda rastro de lágrimas.
—Me dijo que usted le engañó.
Ahí está otra vez el viejo asunto de las acciones. Creía que nadie lo sabía más que el viejo y yo.
Quizá no fui riguroso en mi investigación. Quizá mi informe estuviera lleno de inventiva, pero quien tenía que invertir era él, y mi dossier no debía ser determinante.
—Mi trabajo no es una ciencia, señorita.
Ella suspira. Su rostro se vuelve una máscara sardónica.
—Por eso se ha suicidado papá —lo que saca de su pequeño bolso es una pistola que apunta directamente a mi pecho—. Por su culpa. Y ahora que nadie sabe que estoy aquí, debe pagarlo.