EL CHICO DE LA CAPUCHA
ANTONIO LARREY LÁZARO | Yerral

Acelera el paso. Se siente hasta ridícula, porque tiene miedo de empezar a correr, que le fallen las piernas y él logre alcanzarla. Si yo no corro, él tampoco, parece decir este ritmo de marcha olímpica, solo que de la escuela desesperada. Ha subido la música a todo lo que dan sus earpods, por no escuchar su respiración y el acelerado bombeo del corazón. Pum, pum, pum, acompasándose a las notas de Niky Jam. Acelera y acelera. Lleva doscientos metros delante del desconocido de la capucha cuando ve una luz parpadear dentro de un coche. No mires atrás, no mires atrás, piensa, o dice, la música y el miedo impiden la certeza. Nunca ha sido una niña arrojada, ni de grandes estridencias, la última en saltar. Pero el miedo es el mayor de los acelerantes. Cuando llega a la altura del coche se reconforta al comprobar que dentro hay un hombre maduro que, seguro, no usa capuchas, ni sudaderas oscuras. Entonces no lo duda. Abre la puerta y se sienta en el asiento del copiloto. Sin darle tiempo a decir esta boca es mía o, más bien, qué cojones haces en mi coche, irrumpe en aceleradas explicaciones; siempre sin dejar de mirar al joven de la capucha, que inmune a su estrategia, sigue acercándose.
– No se preocupe, me llamo María, María Salas. No quiero nada, bueno sí, pero no voy a pedirle nada…en realidad creo que lo estoy haciendo- le cuesta pensar con claridad, porque el joven no deja de aproximarse, está a penas a una decena de metros. No termina de sentirse segura y las palabras se atropellan unas a otras- solo quiero ayuda. Me persiguen, no sé por qué, ni lo que quiere, lleva un buen rato detrás de mí, solo necesito que pase…- el hombre sonríe, pero sigue en silencio. Hay en sus ojos un brillo que hace a María tragar saliva. En ese momento el joven, por fin, ha llegado a su altura y se ha bajado la capucha. Por primera vez ve su rostro y la sonrisa. Entonces se da cuenta de que ha perdido el jersey que llevaba anudado a la cintura. Lo busca, como se rascaría un amputado el miembro perdido. Maldice haber salido con minifalda, y se la estira en un gesto casi instintivo. Justo en ese instante el joven se acerca un poco más, agitando, con la respiración acelerada, el jersey perdido. Es el mismo segundo en el que el clic de las puertas al cerrarse y el rugir del motor eligen para hacerle saber que no ha sido una buena idea…