Dos años de espera, tres atracos, dos intentos de extorsión, cuatro citas frustradas, o al menos eso pienso, y tras tanto trabajo baldío he conseguido una nota con cinco datos: una calle, Ferrán de Barcelona, un número del portal (mejor olvidarlo), una fecha, una hora, 23:57, y una contraseña tan absurda como obvia: 666.
No lo niego, estoy desesperado y dispuesto a vender mi alma. Es pura necesidad.
Nada ni nadie, un lunes laboral, día de frío, y ante mí, una puerta de vidrio negra y una cerradura electrónica con diez dígitos y el botón verde de acceso.
Compruebo mi reloj, la precisión es importante. 23:57 h, marco la clave y pulso el botón. La puerta se abre en silencio y multitud de focos teatrales iluminan la estancia. El negro y el rojo son los colores dominantes, estoy en una estancia antigua, está decorada con mobiliario y objetos del siglo XIX, una sala para invitados que replica un piso de la alta burguesía de la época. Varios sillones chéster de cuero marrón, y presidiendo el espacio, una gran chaise longue victoriana de terciopelo rojo.
He acertado, eso me dice la intuición.
Decido ocupar un sillón lateral y dejar libre el asiento principal para mi anfitrión.
No sé cómo ha accedido al salón, pero un chino con túnica tradicional negra con bordes en la manga dorados y con un gran lazo rojo como cinturón me sonríe y se sienta en otro sillón.
—Tres modelos.
Asiento.
—Barato, medio, o caro.
Vuelvo a asentir. Nunca he conseguido averiguar los precios, lo he intentado, siempre sin éxito.
Otro chino, con la misma indumentaria, menos ostentosa, se acerca con un carrito de té portando tres modelos codiciados para que pueda evaluar. Apenas hay diferencias entre ellos, distintas marcas y colores, estética muy similar.
Pregunto con la mirada. Aún no me he atrevido a abrir la boca. El chino entiende la cuestión.
—Barato, dueño pobre. Medio, dueño trabajador. Caro, dueño rico.
Es hora de preguntar el precio. Uno el índice y el pulgar. Asiente antes de contestar.
—Diez mil. Cincuenta mil. Cien mil.
No encuentro un gesto para preguntar.
—¿Garantía?
Sonríe. Es la pregunta habitual. El ayudante se aleja, y abre una cortina negra lateral. Tras ella, tres personas sentadas, amordazados de pies y manos, con la boca tapada con cinta, nos observan aterrados. Es fácil distinguir el pobre del rico, la ubicación es la misma que los teléfonos móviles.
Me siento valiente, y vuelvo a preguntar.
—¿Entrega?
—En domicilio — señalaba y bloc de notas que está al lado de los móviles — Los tres poseen desbloqueo por huellas dactilares, por el iris de ojos, y también huellas dactilares. Único requisito, mantener vivo al propietario. Y hay seis meses para la devolución.
Espera mi asentimiento para proseguir.
—Devolución, sólo defecto, no muerte propietario.
Cada día es más caro conseguir un teléfono móvil robado que funcione.
Pero lo conseguí.