El sol acababa de ocultarse tras el montañoso horizonte de Fort Davis, en Texas, cuando el sonido de un par de disparos sobresaltó a la vecina de la casa de al lado. La mujer, asustada, llamó a la policia, activándose de inmediato el protocolo de seguridad ciudadana y provocando que una patrulla policial se personara en pocos minutos en la casa.
Yo sudaba nervioso cuando dos policías irrumpieron en el salón. Aún sujetaba en la mano el arma del crimen, una pistola que yo mismo había comprado hacía unos días y que todavía olía a pólvora. En la habitación, tumbado en la cama con el periódico del día entre las manos, se encontraron el cadaver de Paul, el marido de Karen, la mujer de la que estaba enamorado hasta las trancas.
A partir de ese momento todo cambió…
«Eres un cínico y un autentico engreido», repetías constantemente, y yo reía prepotente y seguro de mi superioridad hacia ti, hacia todos.
Me sentía tan seguro de mis artes procaces, de mi chulería arrogante, que no fui consciente de que tu glacial voz obnubilaba mi mente lentamente; y yo me perdía en la ambarina maraña de tu pelo mientras hacíamos el amor; y me congelaba en el profundo lago de tus ojos azules para finalmente terminar quemado en el rojo fuego de tus labios.
Después de tanto tiempo, tantos años, vuelvo a verte. Ahora guardas silencio mientras tus ojos me miran expectantes. Tu cabello, que ahora es negro como el Hades, señala mi destino final y tus labios perfilan una fina y provocadora sonrisa.
Querías que te consiguiera una pistola, “por seguridad”, me decías. Tenías miedo de que tu marido te hiciera daño.
La tarde de la muerte de Paul me llamaste por teléfono con voz alterada, diciendo que tu marido se había emborrachado y se mostraba agresivo. Acudí raudo a tu casa pero ya no estabas allí, estaba todo en silencio. La pistola descansaba en la mesa del salón y yo, como un hipnotizado, la cogí.
Tu marido no llegó a conocerte como yo te conocí. Quizás unos segundos antes de morir pudo entrever como eras realmente, pero fue demasiado tarde.
Yo no lo maté. Tú y yo lo sabemos, pero ya para nada vale la pena lamentarse. Hoy abandonaré para siempre el que ha sido mi morada durante 10 años, el penal de Huntsville, Texas. Una inyección letal me hará desaparecer. Moriré con los ojos bien abiertos para contemplarte al fondo de la sala, para intentar perderme en tus pupilas una vez más.
Habré sido un cínico, pero te amaba. Al menos yo sí amé de verdad.