EL CLICK
Aimar Vega | Aimar Vega

Cada vez que pulso un interruptor escucho un «click». Cada lugar que visito, cada máquina, cada foto, todo hace «click» sin parar.

El “click” del reloj digital me estaba agobiando como de costumbre. Cada segundo pesaba en mi conciencia el no responder al teléfono cuando me llamó. Y es que Héctor tampoco tenía ni idea de dónde se había metido Magda. Su ausencia no era tan común como decía, tan sólo solía despistarse a menudo. Lo que más me extrañó fue no recibir ningún irónico mensaje suyo como cada mañana.

Todavía más me enervé al descubrir que su casera tampoco la había visto. Resulta que Magda salió de su apartamento acompañada de un silencioso tipo de sombrero al que la señora apodaba novio pero que, conociendo a mi hermana, no lo hubiese sido jamás. Sin camiseta de baloncesto no tiene nada que hacer con ella. Encontré bajo su cama una caja vacía con el grabado “ARI” en su tapadera. Dentro no había más que una foto de ella con tres de esos amigos de los que tanto hablaba últimamente. Tan sólo reconocí a una vieja amiga.

Mi visita a Ingrid fue fugaz. Tan sólo tuve que entrar en comisaría y, sin mediar palabra, poner la foto sobre la mesa. Preocupada, me preguntó por Magda. Ingrid me llevó al laboratorio forense y, sin avisarme de lo que iba a contemplar, destapó un magullado cadáver de cara irreconocible. Forzando la vista, sentí de nuevo el “click” en mi cabeza: era el del pelo largo de la foto. Único rasgo que se podía diferenciar en dicha alevosía. Ingrid no tardó en confesarme que los cinco formaban parte de una banda revolucionaria contra el gobierno y que a este le habían asesinado hace dos días. Mi cara era un cuadro.

Ya sé que soy periodista, pero tampoco hay que ser Sherlock Holmes para oler el peligro que corría mi hermana y lanzarse tras la pista de los otros dos de la foto: el tipo del bigote y el del pendiente. Ingrid me dijo sus nombres pero no estaba yo como para retener información, así que le pedí que fuesen a buscar al primero, que me sonaba de haberlo visto con Magda. Era mentira. Yo tomé la dirección del chico del pendiente y fui a hacerle una visita mientras. No había margen de error.

Antes de llegar, recibí la noticia de Ingrid: habían encontrado muerto al tipo del bigote. Ya no me cabía duda: el único que podía decirme dónde estaba mi hermana era ese asustado chico del rellano de la escalera. Cuando me vio, echó a correr suplicando por su vida. No me dio tiempo a convencerlo de mis intenciones, antes llegó el “click”: alguien me estaba apuntando por detrás.
Me giré para verle la cara y descubrir al topo del gobierno, traidor de la Agrupación por la Rebelión Inminente. Miré el reloj y descubrí la hora exacta de mi muerte. Ingrid disparó. Y gracias a eso, el “click” no fue lo último que escuché. ¡Qué alivio!