EL COLLAR
ANA MARIA ABAD GARCIA | Ana María Abad

El inspector entró en la casa sorteando el batallón de técnicos que buscaban huellas y sacaban fotografías por todas partes. Seguramente la mitad de peritos habrían bastado, pero el fallecido era persona de importancia y el comisario jefe quería demostrar que a este caso se le iba a conceder la debida atención. Y el caso era, ni más ni menos, el asesinato del susodicho personaje, dueño de la casa y, a la sazón, cuerpo inerte que en ese mismo instante salía por la puerta en una camilla, cubierto por una sábana.
El inspector se dirigió a la biblioteca, una inmensa sala atestada de libros con aspecto de ser muy antiguos y muy caros. La puertaventana que daba al jardín, hecha añicos a la altura del picaporte, daba fe del punto de entrada del asesino. A escasa distancia, un pesado escritorio de madera noble.
Y derrumbado sobre éste era donde el ama de llaves había encontrado a su patrón aquella mañana temprano, al llevarle su acostumbrado café con pastas, con un largo puñal sobresaliendo de su espalda. A petición de la policía, la buena mujer había revisado todas las habitaciones, una por una, hasta estar segura de que no faltaba nada más que un valioso collar de jade y esmeraldas que el señor le había regalado a la difunta señora con motivo de su primer aniversario de boda.
El inspector contemplaba ahora el cuadro que colgaba sobre la chimenea del salón: la esposa del difunto, bellísima con su traje de noche, su mano derecha acariciando el magnífico collar desaparecido.
– Juró que se lo llevaría a la tumba -murmuró el ama de llaves a su espalda, haciéndole dar un respingo-. Pero el señor se opuso a que la enterrasen con él, decía que era tentar al diablo y a los ladrones.
El inspector sostuvo la mirada de la mujer del cuadro y le pareció que, de pronto, aquellos ojos dulces y tiernos adoptaban un brillo duro y acerado, y que los dedos que rozaban el collar se crispaban hasta ponerse blancos. ¿Un efecto de la luz, quizá? El inspector parpadeó y, al volver a mirar, la sensación se había esfumado. Por un segundo, pasó por su cabeza la peregrina idea de que, si solicitaba al juez la exhumación del cadáver de la dama, en su cuello putrefacto hallarían la joya desaparecida. Pero sólo fue un segundo. Enseguida meneó la cabeza y con una sonrisa burlona se dirigió hacia la puerta, para seguir con el procedimiento habitual de búsqueda del asesino.
Justo antes de salir del salón, sintió el impulso de girarse para contemplar una última vez a la mujer del cuadro, pero lo desechó. De haberlo hecho, se habría tropezado con la intensa mirada de la dama y se habría dado cuenta de que su cuello estaba ahora desnudo y de que su sonrisa había perdido la inocencia.