El comerciante de tabaco
David Palacios Membrives | Santiago Telos

1787.
Almarza salió del carruaje detrás de su amigo, el exsargento primero del Regimiento de Infantería Fijo de la Luisiana, Bernardo Sotelo, y lanzó una moneda al cochero. Se detuvieron frente a una fastuosa vivienda cerca del río, en los aledaños de la iglesia de San Luis.
—¿Qué hacemos aquí, Bernardo?
—¿Ve usted esa casa, Luis? Perteneció a Pierre-Joseph Arnault, comerciante de tabaco, maíz y algodón. Lo vieron por última vez cerca de Natchez cuando regresaba a Nueva Orleans con un cargamento del mejor tabaco de pipa de los Quapaw, del poblado Tongigua, así que debió de pasar por la ribera del río Arkansas.
—No logro comprender en qué nos atañe todo eso. No era un hombre honorable; chantajeaba a los indios, les decía que se ganarían la enemistad de los españoles si no aceptaban tratos comerciales roñosos y por si fuera poco su población ha sido mermada hasta casi desaparecer por enfermedades y guerras. No estaban en condiciones de combatir; lo siguieron río abajo por la noche y atacaron su barco. Fin de la historia.
—Esa fue la versión oficial, y no me diga que le caen en gracia esos salvajes, se presentaban ante los ingleses con las cabelleras de nuestros hombres a cambio de favores y regalos.
—Me da la sensación de que sospecha que no le dieron muerte los indios. ¿Es eso lo que investigamos?
—Su esposa es ahora poseedora, hasta que su hijo alcance la edad, y así dice su testamento, de todas sus propiedades; a saber, esta casa, otra vivienda en los arrabales, un carruaje, un barracón atestado de maíz y quinientos arpendes de tierra —recitó mientras asía la aldaba del portón de roble—. Qué curiosas las vicisitudes de la vida —prosiguió locuaz e imperante—, a ese hacendado le llegó su hora días después del nacimiento de su primogénito. Creo que no me equivoco si afirmo que Arnault no llegó a embarcar.
«Lo sabe», pensó Almarza limpiándose el sudor de la frente con la bocamanga de la casaca azul índigo. El rostro tostado de Anowa brotó de la penumbra de la estancia tras Ivette, la doncella de su prometida, cuando se abrió la puerta.
—No se equivoca, Bernardo —profirió Almarza mientras embestía al exsargento hacia el interior de la vivienda y lo arrodillaba con un cuchillo en el cuello—. Arnault no llegó a salir de esta casa, y usted tampoco va a hacerlo.
—Una india con doncella —Sotelo soltó una risotada. El aplomo del exmilitar hizo que Almarza se estremeciera—. Así que mataron ustedes a ese comerciante… Una pielroja y la fortuna de otro hombre, he de decir que no esperaba más de usted. Tanto es así que di orden de que nos siguieran de cerca. Está usted acabado, Luis.
—Olvida que sigo siendo soldado de la armada española —dijo con un asomo de pavor en los ojos.
—Y por ello ha cometido usted traición —unas sombras emergieron tras ellos—. Diría que no van a librarse de la horca, pero aún siento su cuchillo en mi cuello. Como ve, no me dejan otra opción —sonrió—. ¡Carguen!