Aquella mañana hacía frio. Un frío desagradable. Hostil. De esos que se te meten por debajo de la piel y te duele en los huesos. “El frío del norte” dije para mis adentros, exhalando algo de aliento en el interior de la bufanda, para calentarme un poco.
Era la primera vez que viajaba tan al norte del país. Nunca había salido de la provincia hasta entonces pero, como decía uno de los mejores profesor que tuve “si la historia es buena, hay que seguirla hasta el infierno”. Y aquella lo era.
El viejo campanario marcó las nueve cuando entré en el pintoresco bar. Aún quedaba media hora para la entrevista. Pedí un café bien cargado, a ver si lograba espabilarme y hacerme entrar en calor. La señora que atendía la barra me miró con recelo, como si desconfiase. Ocupé una de las mesas del fondo, resguardado de miradas curiosas. Notaba los ojos de los parroquianos habituales clavados en mí desde que había entrado. En aquellos tiempos era lo normal, los “extranjeros” no éramos muy bien recibidos por aquellas tierras.
Sin hacer mucho caso de los comentarios de aquellos hombres, que hablaban en aquel extraño idioma, saqué mi bloc para repasar las notas que tenía hasta el momento. Ni bien había leido la primera página, apareció mi cita.
Un hombre mayor, de más de ochenta años, entró por la puerta del bar. Caminaba despacio, apoyándose en un bastón peculiar. Una pieza de madera robusta que, más que bastón, parecía garrote. Los cuellos de la camisa sobresalían por el cuello del jersey, de lana, rojizo. El pantalón perfectamente planchado para la ocasión. Y, sobre la cabeza, una boina negra como el tizón. Saludó a los parroquianos con un gruñido, ni siquiera puede clasificarse eso que dijo como palabra, para, acto seguido, acercarse a la camarera.
—Kafesne bat, faborez, Argiñe —dijo, con una voz más dulce de la esperada—, bai hotza gaurkoa, ea kafeak berotzen nauen… arima, gutxienez.
Ella respondió algo que ni siquiera pude escuchar, señalando hacía donde yo estaba, con la cabeza. Él no tardó en acercarse. Cuando clavó sus dos ojos, azules como el cielo, en mí, sentí un escalofrío recorriendo todo mi ser. El corazón se me aceleró. Un desagradable sudor frío empapó mi nuca. La boca se me secó al punto que no fui capaz de responder a su saludo. Apenas un movimiento con la cabeza, leve, pues no era dueño de mi cuerpo en aquel momento.
—Barkatu, txikito —habló, de nuevo con aquel dulce tono—. Me he adelantau un poco.
Ante mi cara de estupefacción, sacó entonces una vieja libreta, del bolsillo de la camisa, y me la cedió.
—Hace años cometí un crimen —comenzó tras un suspiro—. Mataron a la pobre Bibiana y a su hija. Todos sabíamos quien fue y callamos como putas. Yo fui el detective que ayudó a encubrir a aquel putakume…—Destellaba fiereza su mirada—. ¿Eres periodista, no? Pues aquí tienes una historia que contar.
Empecé a grabar……