El sol perezoso del domingo apenas asomaba, coloreando de un naranja tenue la cocina. Aun así, la luz era suficiente para que se pudiera ver la escena en toda su crudeza. La sangre salpicaba la lavadora y las paredes de la galería. Con toda seguridad el asesino había entrado por la ventana, que seguía entreabierta. Una planta había caído al suelo y la tierra y los trozos de cerámica se esparcían entre los goterones rojos. Alguien más tenía que haber escuchado el estruendo que se había organizado ante el evidente forcejeo, pero el barrio parecía dormir plácido, ajeno al crimen, y ninguna sirena de policía se escuchaba aún a lo lejos.
Lola sabía a ciencia cierta que la vecina del piso de abajo estaba fuera de la ciudad ese fin de semana, pero tendría que interrogar a los otros inquilinos del inmueble después de aquella primera inspección de la escena. La sospecha le revolvía el estómago, pero debía comprobarla.
Con cuidado para no pisar nada, revisó de cerca cadáver que se desparramaba cuan largo era sobre los azulejos de gresite. Tenía rastros de mordeduras en el cuello y algunos matojos de pelo cerca de la cabeza. Tocó a la víctima levemente, con cariño. El cuerpo frágil estaba aún caliente. Una lágrima se le deslizó hasta el mentón como un río en miniatura. Lola se pasó la mano por la mejilla y se autoimpuso firmeza. Quien hubiera hecho aquello tendría que pagarlo caro.
De pronto, un murmullo confuso surgió del otro lado de la casa. Lola giró la cabeza bruscamente y atisbó cómo una sombra se precipita por el balcón del salón. Durante una fracción de segundo se debatió. Sabía que era una oportunidad única de capturar al malhechor, pero a la vez pensó en las consecuencias de saltarse el protocolo y la sola idea de las represalias la llenó de temor.
Lola volvió a mirar el cadáver. Una rabia caliente le nacía de la boca del estómago y le nublaba la razón. Desatender las instrucciones recibidas en tantas ocasiones y tomarse de nuevo la justicia por su mano la expondría a recibir otra amonestación, quizás esta vez -pensó tragando saliva – realmente severa, pero qué diantres, el ataque en su propia casa era ya demasiado.
Con un nudo en la garganta y sin consultar a las autoridades pertinentes, a la sazón sus progenitores, Lola salió como un torbellino por la puerta principal y se lanzó escaleras abajo, descalza, helada, en pijama, despeinada y armada con su tirachinas, dispuesta a castigar a ese maldito gato. Este es el último canario que asesinas, Micifú, el último -masculló-. Pronto tendrás tu merecido.