EL CRIMEN Y EL CASTIGO
Alegría Corina Hernández Wallinger | Patricia

Llueve mansamente. Su ruido, en el tejado, me recuerda al trotar tranquilo de un caballo, a un preludio de Juan Sebastián Bach; al tictac monocorde del reloj de pared de la sala donde escribo. Donde intento escribir.
Y también me recuerda el sonido lento de mi propio corazón cansado.
Puedo decir que he llegado a los ochenta años habiéndolos vivido intensamente; con altibajos, con cambios físicos y psíquicos, pero con una memoria infalible. Y con un crimen que nunca pudieron probarme.
Vivía en un pueblito perdido de la provincia de Buenos Aires. Calles de tierra, casas bajas; la iglesia y la plaza principal, lugares de encuentro de jóvenes y viejos, de niños alborotando.
El cura que oficiaba la misa lo hacía en latín, dicen que porque al ser polaco hablaba muy mal el castellano. Aunque tampoco en el pueblo alguien entendiera el latín.
Era muy alto y enjuto, de rostro enérgico y poco afable. La sotana le colgaba como si hubiera adelgazado varios kilos en poco tiempo.
Soy de origen judío y solo he entrado a la iglesia para asistir a bodas y funerales. Es lo que tiene vivir en un pueblo, aunque sepan que no profesas la religión católica está mal visto no hacer acto de presencia en esos eventos.
En los años 60 hubo una serie de movimientos del servicio de inteligencia israelí para perseguir a los nazis que se hubieran refugiado en distintos países de Sudamérica. Incluso llegaron a secuestrar a varios y juzgarlos por crímenes de guerra, que luego fueron ejecutados.
Parte de mi familia, en Polonia, murieron en el gueto de Varsovia.
Una tarde, en un periódico de la capital aparecieron varias fotos de refugiados nazis. Aunque se les veía jóvenes, era fácil reconocerlos con veinte años más.
Miré una y otra vez las fotos. En una se veía a un joven con uniforme de las SS, idéntico al cura del pueblo. Entonces, ¿no era polaco sino alemán?
Me presenté en la iglesia después de la misa del domingo; el cura estaba recogiendo el misal y otros objetos religiosos.
Me miró, vacilante entre el asombro y el miedo, porque algo vería ya en mis ojos.
Le pregunté de qué parte de Polonia era. Tardó unos minutos en contestarme que era de Varsovia.
Le mostré la foto del periódico y al instante comprendió.
Hizo la señal de la cruz, comenzó a rezar y cerró los ojos mientras yo le clavaba el cuchillo en la garganta.