Es mi tercer cadáver. No hay luz en todo el edificio. He palpado las paredes del vestíbulo hasta llegar a las escaleras, seis pisos arriba con sombríos descansillos que destilan escarcha. El frío se hunde en mis huesos, no llevo suficiente abrigo.
La puerta está abierta. Al entrar en el salón me miran dos ojos ensangrentados y saltones, una cabeza deformada a machetazos. Un crimen inmisericorde para el único habitante de la finca.
Desde que me enfrenté a mi primer caso de asesinato, no he vuelto a dormir igual. Sueño con un verdugo disfrazado de buenas intenciones y con individuos que caen como guiñapos ajenos a su alevosa y retorcida muerte. Todo ocurre en el mismo barrio, en edificios casi deshabitados y casas con más de cincuenta años. Muebles oscuros y suelos desgastados al compás de sus ocupantes.
Huelo mucho a sangre, a venganza, a soledad y a tristeza. La sangre es color cereza. La siento caliente, densa y húmeda. Se extiende como si la muerte no hubiese llegado a ella. Un cuerpo inerte, una sangre viva. Se desliza buscando un cauce, se empuja a sí misma y consigue multiplicarse hasta hacer un dibujo en el suelo. Minutos después, su ritmo de crecida mengua, se detiene. Este fluido grana, acuoso y espeso comienza enfriarse hasta fenecer.
Me han dejado solo y encerrado dentro del piso. Revisaba la habitación del fondo del pasillo y observaba una foto de familia que he guardado en un bolsillo. Los compañeros se han marchado sin avisar. No les he oído salir. Alcanzo la puerta pero ya es tarde. Se han olvidado de mí. También se han olvidado del difunto que yace en el suelo con tez verdosa, orejas y nariz moradas.
Llega la noche y me incomoda este silencio de muerte. No encuentro mi teléfono. Mi respiración se hace más profunda y acelerada, el aire que llega a mis pulmones se apelmaza. Me asomo por la ventana y grito pero el viento de las alturas acalla mi voz. Casi no veo a gente por la calle, algún que otro coche y las luces de los semáforos. Se me seca la garganta, me pica la cabeza, aprieto los dientes y me sudan las manos. Me quedo inmóvil detrás de una tupida cortina con los hombros encogidos y las piernas engarrotadas. El pegajoso olor a sangre me revuelve el estómago y comienzo a tener arcadas.
Minutos después oigo una llave girar en la cerradura. Casi no respiro. Distingo la ráfaga de una linterna que serpentea por toda la habitación. Se acerca, un paso tras otro retumba en mis oídos. Estoy a oscuras, en mitad de la negrura. Tengo menos pulsaciones que el finado. El miedo me aturde y aguanto la respiración como si vagase por un océano infinito. Algo me roza. Cierro los ojos, siento mi cuerpo flotar hasta desvanecer. Caigo. Expiro.
Mañana, tal vez, seré el primer cadáver de otro novato que ocupará mi lugar en comisaría.