El profesor Sierra explicaba con orgullo que el bienestar y aprendizaje de sus alumnos eran su única prioridad. De naturaleza solitaria, en sus momentos más íntimos reconocía que esos chicos eran un extraño sustituto para los hijos que nunca había tenido. Y quizás por eso, cuando Raquel, una de sus alumnas de Secundaria, desapareció, fue el primero que ofreció su ayuda. Distribuyó carteles con la fotografía de la chica por todo el pueblo y, más tarde, por la capital de la provincia. Se convirtió en el portavoz de la familia y, sobre todo, intentó limitar los efectos que esa desaparición podría tener en el resto de sus alumnos, en particular, en sus compañeros de clase. Sabía que eran unos jóvenes demasiado sensibles para su propio bien.
Tres semanas más tarde, encontraron el cuerpo de Raquel oculto entre los juncos del río que daba nombre a la comarca. Desnuda, maltratada, había recibido quince puñaladas. Una ola de pesar cubrió el pueblo, un dolor sin consuelo que manchaba las paredes de las casas como una antigua humedad. Sierra, abatido, se preguntaba cómo iban a reaccionar ante esa tragedia sus alumnos. No creía ser capaz de poder explicarles que el terrible e inevitable error de la maldad humana no tenía límites.
Aquella mañana, deslizó sobre cada una de las mesas un folio en blanco y pidió a los chicos que escribieran sobre sus sentimientos. Instantes después, solo se escuchaba el rasgar de la punta de los bolígrafos sobre el papel. Y Sierra pensó que había acertado hasta que de alguna parte llegó el rumor de una risa ahogada. Frunció el ceño. ¿Alguien se había reído? Sí, ahí estaba de nuevo, una carcajada mal disimulada. Sierra observó a sus alumnos. ¿Qué estaba pasando?
-Voy a recoger el ejercicio –musitó con sus labios temblando por la indignación.
Agrupó las hojas y empezó a leerlas. Frases vacías, artificiales, repetidas una y otra vez, como si todos se hubieran puesto de acuerdo. Levantó la vista. Caras disfrazadas de inocencia, las manos cruzadas sobre la mesa, esperando. Eran quince. Como las quince puñaladas que había recibido Raquel. Sonó el timbre de la hora. Recogieron sus mochilas y salieron de clase. Fue entonces cuando las carcajadas explotaron, libres, en el pasillo.
Durante mucho tiempo, por Navidad, Sierra recibió cartas de sus exalumnos. Le informaban de sus vidas, lejos del pueblo, de sus éxitos y fracasos. Nunca llegó a leerlas, sin abrir los sobres las arrojaba a la basura. Años después, en mitad de una clase sobre Unamuno, sintió un intenso dolor en el pecho y, tras una breve agonía, la oscuridad.
Durante el entierro, muchos contemplaron con agrado que antiguos alumnos, ausentes desde hacía años, se personaran para rendir un último homenaje a su profesor. Acompañados por sus familias, de luto riguroso, depositaron rosas sobre el ataúd. Después, argumentando excusas diversas, abandonaron a sus acompañantes y se reunieron en el lugar donde se había encontrado el cuerpo de Raquel. Y allí, junto al río, los quince renovaron su pacto.