No soy el más listo, ni el más rápido, ni el que tiene la mejor puntería, pero nadie capta los detalles como yo, y tengo buena memoria. Así rentabilizo mis pesquisas. En este caso la clave para resolver el secreto fue un papel. Llevaba años intrigado por este misterio, toda una vida, y reconocer aquel trozo rojo reavivó mi investigación un año después. Lo ví en el suelo de su despacho. Él se mostró distraído en su ordenador, dando respuestas vagas a mis preguntas, la típica actitud de un sospechoso. Apenas necesité disimular. Me acerqué a él bromeando que debería contarme qué estaba haciendo, y pisé la prueba sin que se diese cuenta, y cuando me echó airado solo necesité recurrir a un poco de mi habilidad con los pies para llevármelo sin que lo notase. Comprobé que nadie me había seguido antes de desplegar sobre mi mesa el resto de evidencias: tickets de compra sacados de la basura, un calendario con marcas en sus ausencias sospechosas y sus preguntas embaucadoras, la lista de escondites probables, los lugares prohibidos, la relación de fechas de paquetes entregados. Verifiqué que aquel fragmento triangular coincidía con el papel de regalo que tenía guardado. No había duda. Ya tenía mi prueba irrefutable. Solo quedaba esperar.
La noche de autos me colé en el salón y aceché detrás del sofá con mi cámara, hasta que apareció él. En sus manos, un paquete envuelto una vez más con el mismo papel. La ventana del salón cubierta de nieve y las farolas naranjas iluminando su silueta formaron la postal perfecta. Papá es Papá Noel.
Ya verás qué sorpresa se va a llevar mamá cuando le enseñe la foto.
Quizá lleguemos a un acuerdo y guarde el secreto, igual que ese día que estaba jugando en la calle, y llegué tarde a un balón, y lo pegué mal y rompí un cristal, y subí a casa antes de tiempo y vi unos zapatos que no me sonaban y que el armario no estaba cerrado como siempre, y lo abrí y me encontré al vecino jugando al escondite. Mamá me prometió la Play nueva si no contaba nada.