Nos interroga cada noche. Le oímos entrar en el comedor o la cocina, donde nos sorprende con su presencia rotunda y sus requerimientos urgentes. Inquiere por nuestras rutinas, indaga posibles contradicciones en nuestros relatos, compara nuestras declaraciones y deja siempre en el aire un tono velado de amenaza.
Es especialmente duro con ella. Trata de acorralarla con detalles en apariencia nimios que él considera cruciales. Reitera preguntas incómodas acompañadas de un vaso de whisky que agita para provocar la música metálica de los cubitos de hielo. Apaga su vieja adicción al tabaco olisqueando un cigarrillo, rito que adereza con un gesto cercano al éxtasis. A veces deja escapar una sonrisa escéptica, la misma que es habitual practicar cuando creemos percibir una falla en las palabras del otro, un argumento débil que apenas sostiene su tramoya o la rotundidad de una mentira sin matices.
Toma notas en un cuaderno verde del que apenas vislumbramos su contenido. Anota conclusiones con una letra apretada y casi ininteligible. En ocasiones alza la mirada con un gesto ensayado y reitera:
-¿Seguro que fue eso lo que vio? ¿No pudo haberse equivocado?
Nosotros afirmamos circunspectos, o negamos sus aseveraciones cuando consideramos que ha ido demasiado lejos. Sabemos que conviene mantenerlo calmado, fuera de cualquier reacción extemporánea que transforme su actitud en una abrupta agresividad que solo le perjudica a él. Cuando eso ocurre desliza sus manos sobre las solapas de la gabardina con un temblor preocupante, o se toca el sombrero con un movimiento sincopado y nervioso que nos hace temer una nueva crisis.
Cerca de la medianoche, en esa hora ingrávida que la vida reserva a las grandes revelaciones, se queda dormido sobre la silla. Entonces, mi madre y yo lo levantamos y, después de vaciar el vaso con zumo de manzana y hielos, lo depositamos en la cama con una delicadeza extrema. Tratamos de evitar una risa cómplice cuando ella le da un beso y arropa su cuerpo enjuto entre las sábanas.
-Hasta mañana, mi Raymond Chandler- dice en un susurro.
Entonces aprovechamos el descanso del investigador sobrevenido que desde hace meses se aloja en su cerebro. El detective Alzheimer cesa en sus pesquisas y mi padre, agotado y feliz, se desliza en las penumbras del sueño con la seguridad del deber cumplido. Mañana volverá a la carga, empeñado en la resolución de un caso que desde hace tiempo anida solo en su imaginación. Nosotros le estaremos esperando.