El día en que mataron a Óliver Díez
Miguel Ángel Sancho Gordo | Masgó

Óliver era un tipo del montón, trabajador de una oficina bancaria. Su máxima aspiración motivacional fue la de llegar a ser director. Meta por la que había perdido sus mejores años y a esa mujer con la que se casó joven, cansada ella de esperar que alguna vez fuera la primera opción en su vida.
Cuando Óliver lo consiguió, le importaba una mierda ya. Ganó lo que buscaba y perdió lo que quería.
Una mañana Selin entró en su oficina. Sus preciosos ojos verdes y su acento particular le llamaron la atención, por no decir le cautivaron. Una importante transacción económica fue el motivo de una larga y cuidada atención.
No supo muy bien por qué, decidió ayudar más allá del código deontológico y la entrega de su número personal para lo que necesitara. Llamadas posteriores, que fueron acabando en cafés juntos. Buenos días por mensajes fueron el anticipo de los de buenas noches, hasta que todo esto acabó siendo de palabra.
Todo fluyó, la casualidad de aquella visita acabó siendo su alegría.
Una mañana, tomando café, una llamada nubló de miedo los ojos de Selin. Corrió para coger una pequeña maleta color azul príncipe donde intentó meter cosas de forma desordenada.
En el tiempo en el cual hubieran tomado ese café, ya estaban camino de la estación, cogiendo un destino que no quiso decirle y despidiéndose de ella desde los puestos de control de equipajes.
Pasados unos días, un mail. Con un deseo, si estaba dispuesto a vivir con una errante obligada por un pasado cargado de pasado.
Salió aquel día de la oficina con una estúpida sonrisa instalada en el rostro. Un golpe. Todo negro. Una capucha en la cabeza y un vaivén descontrolado en un vehículo camino de a saber dónde.
La primera luz que vio al quitarle la capucha fue una triste bombilla en un sótano repleto de lavadoras. Una silla de atrezo. El cadalso patibulario de dos matones que le ataron sin problema.
La primera hostia le dejó sin respiración. Las siguientes fueron desencajando su mandíbula y volvieron a nublar su vista sin necesidad de capucha.
El acento de esos tipos también era particular, pero sin el cariño a como lo recordaba. Cada pregunta que hacían y ante su silencio, recibía otro golpe. Tuvo que agradecer estar atado a la silla, si no, hace tiempo que hubiera caído como una marioneta a la cual cortan los hilos.
Los espumarajos de sangre que brotaban de su boca le impedían articular lo único que les dijo. No sé nada.
La paliza duró lo que tarda un lavado rápido, eran unos profesionales. Un tirón de pelo enfrentó su cara a esos tipos. Una pistola colocada en su sien.
– ¿Sigues sin saber nada?
Ni contestó. Intentó una mueca burlona que a buen seguro no consiguió. El frío del metal fue capaz de sentirlo. Cerró los ojos y pensó en los ojos verdes de Selin, que seguirían libres, aunque Óliver no los volviera a ver.
¡Qué ironía! El tipo que apretó el gatillo también tenía los ojos verdes.