El ordenador emitió un pitido y despertó a la inspectora Ledesma. Se había quedado dormida delante de la computadora mientras esperaba a que el miserable asesino marcara en el mapa que aparecía en la pantalla, el lugar exacto donde encontrarían a su próxima víctima. Así lo había hecho anteriormente hasta en cinco ocasiones, desde el día en que le envió aquel correo en el que aseguraba que mataría a siete chicas, retándola a que lo detuviera antes de lograr su propósito o de lo contrario ella sería la séptima víctima.
Elena Ledesma salió a toda prisa del despacho y bajó por las escaleras, saltando los peldaños de dos en dos en dirección a los aparcamientos. Detrás de ella quedaba el eco de sus voces anunciando la dirección exacta, indicada por el despiadado asesino del mapa, para que los demás agentes lo transmitieran por radio y se pusieran en marcha hacia ese lugar.
En pocos minutos llegaron a su destino, pero ya era tarde, algunas personas se arremolinaban alrededor del cadáver sin dejar de mirar hacia arriba, preguntándose desde qué piso se habría precipitado al vacío aquella mujer y por qué lo hizo. El portero del edificio avisó a los agentes desde el portal y los acompañó hasta la vivienda. La puerta estaba abierta, se apreciaban evidentes síntomas de forcejeo, la chica había intentado defenderse de su agresor, pero fue inútil. Ledesma pegó su espalda a la pared y poco a poco fue flexionando las piernas hasta quedarse sentada en el suelo. Estaba destrozada y sentía una impotencia aterradora, aquella era la sexta víctima del asesino del mapa, así que había llegado su hora. No había logrado encontrar una sola pista en los seis días que aquel loco asesino llevaba sembrando el terror en la ciudad.
—Tranquila, lo cogeremos, Elena —dijo uno de los policías.
—No —respondió alzando la vista para mirarlo a la cara—. Eso no va a pasar y lo sabes, Carlos, pero ya me da igual, mañana vendrá a por mí y será él o yo.
El agente no supo qué decir. Ledesma se levantó y se dirigió hacia la puerta, guardando su arma en la funda interior de piel que llevaba ajustada a la cintura.
—Me voy a casa, allí lo esperaré.
Pasó la noche tumbada en el sofá con la pistola bajo un cojín, a la espera del nuevo día que ya despuntaba.
Un coche patrulla vigilaba el edificio desde la calle, a pocos metros del portal. Sus dos ocupantes escuchaban somnolientos las noticias de la mañana en la radio. Todo parecía estar en calma cuando, de repente, un estrepitoso golpe sobre sus cabezas los despejó de inmediato, provocando que sus corazones comenzaran a palpitar a toda prisa, pero al unísono.
Sin embargo, sus mentes no podían encontrarse más distantes: el primero salió del vehículo convencido de que la víctima número siete acababa de caer sobre ellos. Su compañero lo hizo albergando la esperanza de que fuera el propio asesino quien voló desde el balcón.