EL DISFRAZ
Llegué a casa una hora y media después de lo previsto. Estaba tranquila porque había dejado preparadas en el comedor de mi casa, todas las cosas necesarias para el carnaval de esa tarde: el disfraz de dálmata de mi hija Sara y la cámara de vídeo.
Tenía que comer y llegar pronto al colegio para ayudar a Sara a disfrazarse.
Cuando llegué a casa, subí por el ascensor y bajé en la tercera planta, donde estaba mi piso. Al intentar introducir la llave en el cerrojo, me di cuenta de que la puerta estaba abierta y rota. Pensé que podía haber habido una fuga de agua y algún vecino o la policía la habían tenido que forzar.
Una vez dentro comprobé que todo estaba revuelto, entonces caí en la cuenta de que en mi casa había habido un robo.
Los ladrones se habían llevado: el equipo de música, la cámara de vídeo y todas las cosas de valor que encontraron. Al llegar a mi habitación, encontré encima de mi cama las cajitas de joyas que ellos habían dejado abiertas. Me quedé perpleja pensando que los ladrones habían tenido tiempo de mirar cajita a cajita, eligiendo las joyas que ellos consideraban de valor y desechando el resto.
De repente, sentí una gran tristeza y me puse a llorar, no por el valor de las joyas, si no por los momentos que estas me recordaban, el nacimiento de mi hija, regalos de mi madre y cosas a las que tenía mucho aprecio. Lo peor era el sentimiento de violación de mi intimidad.
De pronto pensé en lo peor, que se hubiesen llevado el disfraz de mi hija. Corrí al comedor y encontré el disfraz encima del sillón, seguía llorando, pero pude respirar profundo, porque mi hija iba a poder disfrazarse y salir con todos sus compañeros de clase esa tarde.
Llamé a mis amigas, Pilar y Carmen, que también disfrazaban esa tarde a sus hijas y les conté lo que había pasado. Pilar que era policía municipal, me aconsejó que llamará a la guardia civil y que ellas acudirían a mi casa para coger el disfraz , vestir a mi hija esa tarde y llevarla al carnaval.
Llamé a la guardia civil. Como era la hora de comer, pasaron más de dos horas antes de que un guardia civil se presentase en mi casa. El guardia civil, entró por la puerta y observó que estaba rota, yo le pregunté dejándole pasar:
– ¿Viene usted solo?
El me respondió:
– ¿Qué a cuántos como yo necesita usted?
Ante su contestación tan inusual, callé, porque el parecía enfadado.
Dio una vuelta por el piso, observando lo ocurrido e hizo ademán de irse y yo le pregunté.
– ¿No va usted a tomar las huellas para identificar a los delincuentes?
El dio un giro sobre sí mismo y me dijo con tono muy serio, mirando a su alrededor:
– “Huellas, aquí no hay huellas”.
Salió por la puerta y me quedé sola, llorando.