El dolor de la sangre
María Mateos Blázquez | Gladius

El sol de la mañana bajaba hasta los baldosines de la calle peatonal donde el bullicio de los transeúntes en su ir y venir dejaba estrofas de risas y frases sueltas. Raúl, un joven de pelo negro y mirada oscura como la noche y oculta bajo unas gafas de sol, caminaba en unos vaqueros y una camiseta que daba forma a su cuerpo fornido y musculoso. Portaba un helado de nata que le hacía las delicias en su paseo matutino. De pronto, soltó el cucurucho y echó a correr, su complexión atlética y su preparación hicieron que en dos zancadas alcanzara al señor que había sido empujado y arrojado al suelo.
—¿Está usted bien? —Ante la afirmación de él añadió—: Por favor, espéreme.
Y Raúl siguió su persecución. Dobló la esquina y pudo ver en la bocacalle al sujeto de camisa blanca que había derribado y robado la carpeta al transeúnte. Este giraba hacia la avenida Portugal. Continuó tras él sorteando a señoras, jóvenes y coches. Poco a poco redujo la distancia entre él y el delincuente.
Cuando intentó escabullirse por un pasadizo, Raúl logró sujetarlo por el brazo, lo frenó y lo redujo empotrándolo contra la pared.
—Quedas detenido en nombre de la justicia…
Y siguió leyéndole sus derechos mientras sacaba el arma de detrás de sus vaqueros. Luego, giró al individuo y se quedó petrificado.
—¿Tú?
El muchacho bajó la mirada e intentó escapar.
—¡Quieto, explícame, por favor! ¿Qué significa esto? ¿Cómo es posible que tú…?
Raúl lo agarró fuertemente mirándolo a los ojos; se había quitado las gafas para poder ver con más claridad una realidad que le hacía daño. Su hermano avergonzado o tremendamente irritado le sostenía la mirada de reojo.
—¿Qué haces aquí? ¿No era tu día libre y te marchabas? No puedes evitarlo… tu sentido del deber, aunque vayas de paisano. ¡Maldita sea!
—Eso digo yo, maldita sea. ¿Qué haces, hermano? ¿Qué haces? ¿Por qué? ¿Me puedes explicar tu comportamiento? —dijo el policía conteniendo su coraje y alzando la voz.
Su consanguíneo empezó a forcejear cuando Raúl lo empujó hacia el lugar de los hechos mientras llamaba por teléfono a sus compañeros que patrullaban. Como se resistía, lo cogió con brío por la camisa y lo acercó. Sus ojos se duplicaron al ver el arañazo que su hermano llevaba desde el hombro hasta la clavícula a ras del cuello.
A Raúl se le aceleró el corazón mientras sus pupilas devoraban literalmente los ojos verde mar de su consanguíneo. «No puede ser», ese pensamiento llegaba a su mente a la vez que el corazón se le resquebrajaba. Él era el violador que la chica de la semana pasada había denunciado. La muchacha estaba todavía en el hospital y ese era el arañazo que entre sollozos dijo haberle ocasionado al agresor en el forcejeo por liberarse de la brutal violación y paliza que había recibido sin saber por qué… quizás solo porque pasaba por allí.