Me gustan las noches gélidas, las noches con olor a humedad, con ese punto de matices lúgubres, en el que no se contempla nada de lejos, y de cerca los objetos son entes difuminados que se confunden con el resto de escenario; quedarse quieto e inspirar fuertemente el aire hasta que el frío recorre todas las venas palideciendo la piel. Pero esta noche no, no me gustaba nada. Había algo, una neblina incómoda, un sonido inaudible que empapaba de ondas maliciosas el ambiente, algo que sesgaba el corazón como tambores de advertencia, algo que te hacía mirar en todas direcciones mientras el peligro te marcaba con el dedo la espalda para avisarte de que es mejor estar atento.
La calle estaba vacía, y me paré a encender un cigarrillo. Un sonido de pasos me insinuó que alguien se acercaba y tensé los músculos. La niebla me impedía ver con claridad, pero una sombra lóbrega, tétrica, viajaba entre la humedad por todos los rincones, sin definir por dónde llegaba, por dónde se movía aquella presencia ya evidente. Escuché un susurro. Una voz grave, redonda, pero neutra, sin articulaciones en el sonido. «Muévete», era la palabra que decía. «Muévete». Sí, ahora se escuchaba mejor. «Muévete», decía. Y lo hice. Empecé a caminar, lento, sin hacer ruido. La sombra seguía allí, y zamarreaba en todas direcciones. «¿Quién va?», pregunté, aunque presentía que nadie iba a contestar. La voz se escuchaba cada vez más clara, más rotunda. «¡Para!», dijo. Y lo hice. Nada se escuchaba. Todo estaba demasiado silencioso. Levanté la cabeza y le vi. Un tipo grande. Un tipo enorme con sombrero. Era una sombra gris que sujetaba algo en la mano. Me acerqué y vi que a su lado había una mujer. Una chica guapa, de mirada turbia, arrodillada ante aquella mole de grasa que la sujetaba por el pelo. El tipo del sombrero levantó la mano para abofetear a la mujer y me salió un grito sin querer. Todo se detuvo. Me acerqué y los dos se quedaron mirándome. Ella lloraba, ensuciándose todavía más de rímel, mientras introducía la mano en su bolso. Algo brillante cruzó la noche y se escuchó un gemido. El tipo del sombrero dio unos pasos hacia atrás y se apoyó en la pared, resbalando hasta quedar sentado. La sangre salía como un chorro de sifón acompasada por su respiración. La mujer sacó el cuchillo de su vientre y lo dejó en el suelo. Se dirigió hacia mí, levantó su mano ensangrentada y me acarició la mejilla. Bajó la mano y empezó a alejarse de allí, despacio, medio tambaleándose, hasta que su silueta se perdió entre la niebla. Me quedé allí sin saber qué hacer. Me acerqué al tipo para ver si podía hacer algo, y, cuando vi que tenía los pantalones bajados hasta las rodillas, me alejé de allí sin ni siquiera cerrarle los ojos.