EL ENEMIGO PÚBLICO NÚMERO UNO
ÁNGEL MARTÍN RIZALDOS | EL MALVADO ZAROFF

Habían sido arduos años de investigación y pesquisas, de avances alentadores y retrocesos lamentables en la resolución de un caso que tenía en vilo a todo un país. Durante todo ese tiempo el criminal se había constituido en el enemigo público número uno, en el individuo más temido y detestado de la sociedad. Su capacidad para el mal era de una imaginativa prodigalidad, aparentemente inagotable. Allá por donde pasaba dejaba tras de sí desolación, un reguero de desesperanza que no hacía más que dilatarse como un elástico sumamente flexible. Si buscas la verdad debes estar preparado para lo inesperado, pues es muy difícil de hallar, y siempre sorprendente cuando aparece. Fue una llamada anónima la que permitió su captura. Una voz de mujer, entrecortada y medrosa, anunció la dirección de un barrio obrero, un dédalo de pobreza y marginalidad en los suburbios de la ciudad. La policía llegó sin demora al sitio señalado. Había que actuar rápido y sin cometer ninguna equivocación. Si se trataba del culpable no se podía fallar, tenía que ser capturado, el tiempo de sus fechorías debía terminar de una vez por todas. La gente exigía ya el fin de esta pesadilla que les hacía evitar los lugares solitarios, y les arrebataba el sueño durante la noche, llenando su insomnio de monstruos. Pues un monstruo debía ser ese individuo cuyo paso por el mundo era sinónimo de destrucción y espanto. Cuando la guardia de asalto derribó la puerta del quinto derecha encontró en el salón de un piso pequeño, miserable y destartalado, a un hombrecillo miope y fofo que veía un programa del corazón en su televisor. El hombrecillo, temblando de pánico y mascullando una incrédula estupefacción, se entregó sin ofrecer ninguna resistencia. No comprendía nada y dentro del coche patrulla mantuvo un pálido mutismo. Una vez en comisaría se procedió a su interrogatorio. Fue el sargento Sullivan, un drástico irlandés, el que se reunió con ese hombrecillo enclenque y asustado que nada entendía de cuanto estaba pasando. El sargento Sullivan, después de observar el servil aspecto encogido del detenido, adivinó con su infalible olfato de sabueso veterano que se encontraba ante el culpable, ante el odiado enemigo público número uno. Y también supo que por fin terminaría su larga carrera delictiva, y que él terminaría electrocutado en una silla de alta tensión. No obstante el hombrecillo, que dijo llamarse Ernest Ellington, insistía que él no había hecho nada, que estaba prejubilado y no entendía por qué había sido conducido sin contemplaciones a la comisaría. Quería saber de qué se le acusaba. Él sólo veía la televisión, paseaba por el parque y visitaba a su sobrina Maggie dos veces por semana. El sargento Sullivan tuvo que reconocer que tenía ante él a un gran actor, muy convincente, un artista del fingimiento. Harto de esta sabandija le espetó a quemarropa su delito, su atroz y espeluznante culpa: Eres inocente. Entonces el hombrecillo se derrumbó y lloró. Sus lágrimas inocentes confesaban su culpabilidad.