—Señor, tiene que venir inmediatamente. Número 7 de Doyers Street.
—Estoy en diez minutos.
Cogí la pistola y salí por la puerta.
Cuando llegué me encontré a Jake en las escaleras, con la cara descompuesta.
—Inspector, le aviso de que lo que va a ver no es nada agradable.
—Ya imagino.
—No, no se imagina.
El olor a metálico se te metía de lleno en las fosas nasales. La luz que se filtraba por una ventana ofrecía a la sala de estar un foco leve de iluminación con el que se podían distinguir las salpicaduras de la sustancia roja que se extendía por las paredes. El haz de luz enfocaba también el cuerpo de una joven que se encontraba atada a una silla. Tenía la cara desfigurada y una herida se abría paso desde su garganta hasta su abdomen en línea recta, casi separando su cuerpo en dos. Las cuencas de sus ojos estaban vacías. El cadáver se encontraba en fase de descomposición.
—Señor, hay algo muy raro en todo esto.
—¿A qué se refiere, Linda?
—Fíjese, el lugar donde está ubicada la silla es estratégico. Puede parecer que la han puesto así para que simule que ella está mirando por la ventana, pero es al revés.
—No comprendo a dónde quiere llegar.
—¿Ve esos pisos de ahí enfrente? Tenemos que conseguir una orden judicial para inspeccionar todas las viviendas de ese edificio.
El tercer piso que quedaba justo enfrente del lugar del crimen era un hervidero de pruebas. Se habían encontrado unos prismáticos y un telescopio apuntando directamente a la ventana desde donde se veía el cuerpo. Así como una cámara de fotos con un gran objetivo. Desde esa perspectiva se podía observar a la víctima perfectamente, por lo que supimos que el asesino había pensado hasta el último detalle para tener la oportunidad de, una vez muerta la chica, contemplar tranquilamente su obra día tras día y recrearse sin tener que volver a la escena del crimen, sin arriesgarse a ser visto por algún vecino.
El dueño del piso residía en otra ciudad y juraba no haber vuelto desde hacía meses. Sin embargo, era nuestro único sospechoso y a pesar de no estar clara su autoría, ordené que lo pasaran a disposición judicial, sabiendo que el Juez le imputaría el delito. Un problema menos.
Por la mañana, al llegar a comisaría, me senté en mi despacho tranquilamente. Tocaron a la puerta y una Linda de rostro indescifrable se sentó frente a mí.
—Señor, hemos analizado las huellas del mechero que encontramos en el suelo.
—¿Qué mechero? Nadie me ha hablado de ningún mechero.
Noté como el sudor comenzó a aparecer en mi frente. ¿Es posible que se me cayese del bolsillo y no me diese cuenta? Después de tantos años… ¿Cómo he podido cometer un fallo tan tonto? ¿De verdad he sido tan estúpido? Supe que era el final antes de que aquella joven formulase las palabras.
—Lo siento inspector, pero tiene que acompañarme.