La luz entraba oblicua por las rendijas y creaba volutas de un humo inexistente, nauseabundo de excrementos y humedad. En aquella cárcel transcurrían los días de Charlie. No podía estar más asqueado de sus captores, de sus caras de borrego, del tonito cantarín con que le traían la comida. Odiaba esa pocilga. Lloraba, gritaba hasta romper los tímpanos de sus guardianes, pero no servía de nada.
Su prisión era también su fortaleza. Conocía cada milímetro. Por eso, cuando le robaron el único y verdadero amor que allí le dejaban llevarse a la boca, supo que era el momento de largarse. Su lengua estaba cada vez más seca. El síndrome de abstinencia le iba inundando, inexorable. Se estremeció. Lo necesitaba. Y lo necesitaba ya. Valía la pena arriesgarse, sabía cómo zafarse de los barrotes y, aunque no fuera capaz de sostenerse en pie, podía arrastrarse. En el mundo exterior iba a haber demasiada luz, demasiado ruido, demasiada gente. Sólo uno de aquellos sádicos ya era demasiada gente. Pero no le habían dejado otra opción.
Y, lo peor, era que el ser al que más respetaba en esa hedionda cuadra, Luigi, era el que había sido tan miserable de arrebatarle su único consuelo. Él, que había estado a su lado cuando se ponía fuera de control. Que había visto los temblores y había oído los aullidos. Luigi tenía que saber que iba a volverse loco si se llevaba la única muleta con la que soportaba los días absurdos de mirar al techo, las terroríficas noches cargadas de pesadillas de las que le despertaban sus propios gritos.
Se arrastró por el pasillo a base de dolorosos golpes de rodilla y codo. Su coordinación era la de una marioneta con los hilos revueltos. La ansiedad tampoco ayudaba. Otra deuda a la cuenta del puto Luigi. Oyó cuchillos en la cocina mientras pisaba la luz mortecina del fluorescente. Si le descubrían, era el fin. Habría rezado una oración si alguien alguna vez le hubiera enseñado una.
Del salón llegaban las voces ovinas de algún debate televisivo. Mejor. Los zombis ensimismados de dentro no iban a notar sus avances hasta que fuera demasiado tarde. Y ya sabía dónde encontrar a Luigi. Sólo tenía que seguir su fétido olor, el rastro de baratijas rotas del pasillo. Llevaba hasta la habitación del fondo, donde seguro que lo encontraría desmayado después de haberse puesto hasta el culo, quizás abrazado al producto de su delito.
Y allí estaba, donde Charlie había previsto y en la posición que imaginó: tumbado en el suelo como si acabara de caer de un quinto piso. Durmiendo el sueño de los benditos, despreocupado de sus crímenes. Esto sólo se podía arreglar por las malas. Luigi iba a aprender una lección que valía por un año de escuela. Justo entonces, giró la cabeza y apareció ante sus ojos la atroz dimensión de su error. Con la cola del gato entre los dientes, vio cómo Papá sesteaba en el sillón orejero mordisqueando satisfecho el chupete de Charlie.