Salva por fin había descubierto quién era el asesino. Aquel escritor con el que Antonio compartía afición a las novelas policiacas. Y sabía dónde encontrarlo. Así que agarró el cuchillo más grande que tenía en la cocina, se montó en su coche y salió en su busca. Durante el trayecto dudó si ir a la policía. Eso significaría abrir una nueva investigación, esperar a un juicio y un veredicto que, con suerte, le satisficiese. Se quitó esa idea de la cabeza. Haría justicia a su manera. Antonio se merecía una venganza digna de las novelas que tanto amaba, un final inesperado que dejase a todos con la boca abierta. Tras casi cincuenta minutos conduciendo por carreteras comarcales completamente nevadas, llegó a una cabaña aislada en el centro de una gran arboleda. Aparcó lo suficientemente lejos como para que nadie pudiese oír el motor del coche y se fue acercando lentamente. Llegó a la puerta, y con mucho cuidado, giró el pomo. Estaba abierta. Sacó el cuchillo y entró sigilosamente. Encontró un salón completamente vacío, salvo por una sencilla mesa de madera y dos sillas ubicadas en el centro de la estancia. Sobre ella, el borrador de la novela que Antonio había terminado y que ansiaba publicar. Se lo imaginó ahí sentado, leyéndola en voz alta. Orgulloso de su obra. Y su asesino en frente, escuchando con atención cada frase y retorciéndose de envidia con cada giro inesperado de la historia. En la esquina opuesta a la entrada, una escalera de caracol ascendía hacia un segundo piso. Empezó a subirla, procurando que sus pisadas hiciesen el menor ruido posible. Llegando casi al final, apreció la silueta de un hombre de espaldas, sentado frente a un escritorio. Con extrema cautela y sin que lo oyese, se fue acercando poco a poco, se colocó justo detrás y con un movimiento brusco me agarró de la frente y me cortó el cuello.