Las bibliotecas siempre me traen buenos recuerdos. Mi madre lo usaba como un refugio para los días en que no tenía con quién dejarme y debía trabajar.
Bastantes años después, intentaba explicarme por qué las manchas de sangre en aquellas baldas estaban ahí.
—Marce, ¿qué te parece?
—Que al asesino no le gustaba la cultura…—Tantas horas sola, dejaron en mí cierto toque antisocial. O eso creo que dicen por ahí. —Es tan escandaloso que me hace pensar en una representación y que quien mató a esta chica, quería hacerlo justo así. —Me giré para poder observar con cierta perspectiva. Alrededor había libros, mesas, sillas vacías y silencio. No comprendo que nadie se haya dado cuenta de que había un muerto. Los asiduos de la biblioteca, sin duda, los universitarios que provenían de la Facultad de Derecho, no dejaban nunca de sorprenderme. Nadie había visto ni oído nada. Luego, cuando crecieran y se convirtieran en abogados y jueces de razonamientos incomprensibles, sí oirían y verían. Me mordí el labio. Eso me recordaba que hoy tampoco tendría a Virginia, mi pequeña. Yo la parí. Me costó una raja en pleno abdomen que luciría toda mi vida. Y aquí estoy. Dejando que ese imbécil me la arrebate. Qué injusto es todo. A ver, Marcela, céntrate. —¿Ya sabemos quién es?
—Quien la encontró supongo que si la conocía no la ha podido reconocer. Tiene la cara desfigurada.
—Sí, se han ensañado con su rostro; sin embargo, el resto del cuerpo está impecable. Casi como si formara parte de una escena macabra. No me gusta el tinte que tiene esto. Es muy raro.
—Joder, Marce, los asesinatos es lo que tienen, que son raros.
Miré a mi compañera Clara: alta y atlética, de pelo rubio muy corto, se movía por la escena como una gata. Observaba cada detalle de aquella sala llena de volúmenes y me tocaba la moral a la vez. Aunque tenía que reconocer que estábamos a muerte una con otra. Me sacrificaría por ella sin dudarlo.
El ruido de la puerta hizo que nos esperáramos la voz cantarina del forense, una eminencia que se había retirado a este pueblo como yo, víctima de un matrimonio desafortunado que le hizo recalar en una localidad anexionada a la ciudad universitaria.
Contestamos su saludo con un golpe de cabeza, a pesar de que nos encantaba su presencia porque era todo un personaje, pero había que fijarse bien, detenerse en aquel lienzo en el que algo tenía que fallar. No había crímenes perfectos y la respuesta estaba allí mismo: el humo de una tubería saltó a ritmo de jazz sobre el forense que logró apartarse a tiempo para no sufrir daño. Un agujero en la pared dejó una clara vía de escape para alguien no demasiado grande. Cuando Marcela se asomó pudo ver las playeras de un cuerpo atascado.
—¡Socorro! —gritaron desde el hueco.
—Tienes derecho a permanecer en silencio……—Las bibliotecas nunca me defraudan, mamá, pensé.