En el mes de la virgen María, la noche caraqueña es generalmente alegre y fresca, con un cielo poblado de luminosas estrellas que acompañan silenciosamente el paso de la luna; y allí estaba Marta, en su mansión, haciendo uso de su autoridad materna, intentando que sus gemelos Guillermo y Diego se entregaran en brazos del hijo de la Noche, Morfeo, el dios del sueño.
La habitación era grata, incluso al oscurecer, porque automáticamente se encendían lámparas que emitían una luz amarilla para ahuyentar a los mosquitos y a las tenebrosas sombras que se amparaban en la nocturnidad para meter miedo a los chiquitines.
– No queremos dormir aquí -dijeron los peques a su madre- porque allá fuera hay un gato negro gigante y horrible que tan pronto nos acostamos y apagas las luces, se trepa a la ventana y empieza a mirarnos.
Marta se quedó mirándolos amorosamente y respondió:
– Dejen el cuento. Lo que ustedes quieren es seguir la guachafita y eso no puede ser, mañana tienen que madrugar.
Marta pronunciaba esas palabras acompañándolas de rápidas gesticulaciones manuales para acentuar sus afirmaciones, pero los chicos poco caso le hacían, por lo que, tras cerrar la puerta, ella salió de la habitación renunciando a las protestas de los niños.
Estas escenas se repetían a diario desde el día de Reyes, lo que estaba colmando la paciencia de Marta.
Una noche, distinta a todas las noches del mes de mayo, un torrencial aguacero acompañado de rayos y centellas caía sobre la ciudad ocasionando un apagón integral en todo el barrio.
La casa, embargada por la oscuridad, parecía fantasmal. Marta y los hijos, abrazados en el estar, miraban la lluvia caer; Alexis y Ana, acostumbrados a las tormentas tropicales costeñas, encerrados en su habitación; y los perros permanecían sin ladrar, echados en sus casetas Natura.
A las 20:15, Marta con la voz engolada, dijo:
– Niños, a acostarse. Esta lluvia va para largo y la luz no va a regresar hasta mañana al amanecer.
– No, mamá. Tenemos miedo del gato. Todas estas noches nos ha estado molestando -dijo Guillermo con la voz quebrada- y se burla de nosotros enseñándonos una colmillos como de elefante.
Diego confirmó el dicho de su hermano añadiendo:
– Mami, tu no crees pero el gato gigante nos atemoriza. Tiene unos ojos brillantes que echan fuego.
Marta, ya en la habitación, y reteniendo los deseos de dar a los morochos una reprimenda, respondió:
– Acuéstense en sus camas y después les demostraré que no hay ni gato ni ocho cuartos.
Mientras Marta a tientas se dirigía hacia la ventana, un ensordecedor trueno puso a temblar el corazón de los tres y el flash del un relámpago hizo la habitación de día. Ella desplazaba la cortina para dejar ver la ventana cuando de lo más profundo de su alma un alarido que hizo temblar los cimientos de la casa salió de sus cuerdas vocales:
Coño, un gato con colmillos de elefante y ojos de fuego!!!