Haro lo observaba con el aburrimiento del que ya lo ha visto casi todo en la vida. Zumbaba a sus anchas como quien se sabe impune ante la ausencia de ley. Pero ahí estaba en esta ocasión el gato de la señora Dolores, que saltó sobre el mosquito con precisión. El borrón rojo sobre la pared blanca confirmaba que se había hecho justicia. Ya no habría más sangre a causa de ese insecto. El detective Haro admiraba la justicia divina, pese a haber sido durante toda su vida un defensor de la justicia más terrenal inventada por el hombre. Mientras se preguntaba quién permitía a la secretaria traer un gato a una comisaría, el sargento entró y le entregó el informe.
– ¿Novedades, sargento?
– Más de lo mismo. Rivalta no tenía amigos ni entre sus más allegados. Le pudo haber matado cualquiera. Al divorcio y pérdida de custodia de sus dos hijos, se le deben sumar dos estafas, cohecho y una orden de alejamiento de su sobrina de dieciséis años.
Haro suspiró y se masajeó el puente de la nariz. Aquel era un caso que malgastaría tiempo y dinero del contribuyente. Luego estaba el apremio:
– Desde alcaldía nos han pedido priorizar este caso. Hay elecciones a la vuelta de la esquina.
Haro le penetró con la mirada y se sumió en sus pensamientos. El sargento mantuvo el tipo pese a incomodarse visiblemente. Encontraron a Rivalta muerto en la playa. Esa noche había tenido lugar la verbena de San Juan. Miles de personas salieron a festejarlo junto al mar armados de alcohol, música y petardos. Bajo los fuegos artificiales alguien descerrajó dos tiros en el vientre de Rivalta. Lucía camiseta negra. La sangre no fue visible en la oscuridad. Había ingerido mucho alcohol cuando lo mataron. Sus dos compañeros de juerga no sabían nada y presentaban coartadas deshonrosas pero sólidas. Un asesinato al aire libre y en presencia de una multitud generó mucha alarma social, pero Haro siempre intuyó que no había motivo. El asesino había estado cara a cara frente a Rivalta antes de asesinarlo. Se había camuflado entre el gentío. Sabía que Rivalta estaría ahí. ¿Cuánto tiempo llevaba siguiéndolo? Lo conocía, no cabía duda. ¿Dos disparos en una cacofonía de petardos? ¿Una camiseta negra? Demasiada casualidad. Sí, Haro sabía que se trataba de un asesinato planificado hasta la extenuación. Tanta molestia para una sola persona en particular no era casualidad. Era un tipo despreciable. Mucha gente hubiera querido matarle. Y entonces, ¿por qué no contratar un sicario y zanjar el tema? No. El asesino había querido mirarle a los ojos. Lo había planificado todo. No lo encontrarían nunca. Había demasiado rencor. Una venganza procedente de las entrañas. Una vida entera acechando. El asesino era una persona normal dañada. Un padre de familia, casi con seguridad. Un buen hombre.
Su vista perdida recaló de nuevo en el borrón de sangre del mosquito. ¡Maldito Rivalta! Justicia divina.
– Sargento, puede trasladar a su alcaldía que el caso está cerrado.