EL GIGANTE
Lidia Torres Entrena | Lidia Torres

El gigante lleva sentado en la silla de comisaría varias horas y no para de pedir cosas. Tabaco, comida, refrescos. Y nosotros se lo damos, con la esperanza de que así se decida a contarnos lo ocurrido en ese hostal de los suburbios de Madrid.
Lo llamo el gigante porque el hombre mide algo más de dos metros y es realmente corpulento. Cualquiera a su lado parece inofensivo. Está rapado al cero y su cara mantiene una expresión algo extraña; está realmente tranquilo, pero a la vez hay tristeza en su expresión. Una tristeza muy profunda.
El gigante se levanta y se sienta justo frente a mí. Me mira fijamente y dice:
—Estoy listo.

Hace unas horas, recibí un aviso. Gritos y golpes en el hostal. Había llamado un cliente, que estaba pasando la noche allí. Cuando llegamos con la patrulla lo que vimos fue realmente espeluznante. Había una niña, de no más de siete años, tirada en el suelo, con visibles signos de violencia sexual. A unos metros del cadáver, se encontraba un hombre de mediana edad, poco después supimos que era el padre de la niña, con el cráneo hundido. El gigante también estaba presente en la escena. Estaba tranquilamente fumando un cigarro en la ventana, mirando las luces de la ciudad.
Estamos a expensas de las pruebas forenses, pero nuestra hipótesis es que el gigante intentó abusar de la niña y su padre, al intentar frenarlo, acabó siendo una víctima más. Después de eso, asfixió a la pequeña.

—¿Sabes por qué estás aquí? — le pregunto fríamente al gigante.
—Sí, porque maté a ese hombre y a esa niñita. Soy culpable.
Su rostro no se inmuta ante tan grave insinuación. ¿Es este hombre otro de esos psicópatas que un día se levantan y deciden matar a alguien? ¿Es acaso un pederasta?
—¿Por qué lo hiciste?
El gigante toma un largo suspiro y de nuevo dirige su mirada hacia mí.
—Tenía que frenarlo. No podía dejar que eso ocurriera de nuevo. No delante de mí — sus manos tiemblan levemente y yo permanezco en silencio, invitándolo a que siga hablando —. Cuando ese hombre y yo nos miramos a la cara, supe que tenía que matarlo, no había otra manera de resolverlo. Él debía morir. Por eso, salté sobre él con todas mis fuerzas y golpeé su cabeza contra él suelo hasta que escuché un crack. Después me acerqué a la pequeña. Ella ni siquiera se asustó, estaba tan en shock que me dejó acercarme hasta ella y asfixiarla sin ningún impedimento. Tenía que hacerlo.
—Imagino que los mataste a ambos para no dejar testigos de tu crimen sexual, pero entonces, ¿por qué te quedaste en la habitación? — es la pregunta que no consigo resolver.
—Usted no lo entiende. Me quedé allí porque tenía que hacerlo. Maté a la niña porque sabía que no podría vivir con la idea de que su padre la había violado. Lo sé porque yo, hasta ahora, tampoco he encontrado la forma de vivir con ello.